El merengue, como toda manifestación viva de una cultura en movimiento, ha recorrido un largo camino desde los salones aristocráticos del siglo XIX hasta los colmadones, las verbenas barriales y los escenarios internacionales del siglo XXI. A pesar de su vitalidad, su arraigo y su enorme carga simbólica, enfrenta hoy un reto ineludible: necesita regenerarse. No por debilidad, sino porque toda expresión artística que aspira a perdurar debe acompañar los ciclos naturales de transformación de la sociedad y del gusto colectivo.
En neurociencia existe un concepto profundamente inspirador: la neuroplasticidad, la capacidad del cerebro para reorganizarse, crear nuevas conexiones y regenerarse incluso en edades avanzadas. Esta verdad científica demuestra que el ser humano no está condenado a la rigidez ni a la repetición. Si el cerebro —tan complejo, tan milenario— puede renovarse sin perder su esencia,
¿por qué no habría de hacerlo el merengue, ese latido sonoro que ha narrado la vida dominicana durante más de un siglo?
El paralelismo es inevitable: así como la neuroplasticidad reorganiza redes neuronales, el merengue puede reorganizar sus redes musicales, sus colores, su puesta en escena y sus dinámicas creativas sin desfigurarse. Regenerar no es reemplazar, es revitalizar.
En esta reflexión, la tambora y la güira —instrumentos madre del merengue— se convierten en símbolos de ese proceso. Su sonido es nuestra memoria rítmica y, a la vez, nuestra posibilidad de evolución. La tambora, con su diálogo entre cuero y palo, y la güira, con su timbre áspero e hipnótico, poseen una fuerza ancestral que ningún arreglo moderno debe opacar. Son, como los patrones neuronales primarios, la base desde donde nacen todas las nuevas conexiones.
Pero toda base necesita capas superiores que la refresquen. De ahí surge el planteamiento que venimos trabajando desde la práctica: impulsar nuevos movimientos músico–culturales que introduzcan colores frescos sin alterar la esencia rítmica del merengue. Los cuatro instrumentos que históricamente lo han sostenido —piano, bajo, tambora y güira— pueden convertirse hoy en ejes de una nueva dinámica creativa.
El piano, con su capacidad armónica infinita, puede abrir puertas a modulaciones contemporáneas sin traicionar el tumbao tradicional. El bajo puede expandirse hacia líneas inspiradas en fusiones caribeñas, afroantillanas o incluso electrónicas. La idea no es crear «otro género», sino ensanchar el merengue desde dentro, como un cerebro que crece sin dejar de ser cerebro.

Desde hace meses venimos experimentando con texturas, incorporando elementos electrónicos sutiles, revisitando patrones clásicos y buscando un equilibrio entre tradición e innovación. Queremos construir un laboratorio donde:
• la güira siga comandando el tiempo,
• la tambora marque el pulso del espíritu,
• el piano y el bajo abran ventanas hacia sonoridades que dialoguen con la juventud contemporánea, sin romper el hilo histórico que nos conecta con la raíz.
La cultura dominicana siempre ha sido audaz. Cuando el merengue de salón fue criticado, evolucionó hacia el merengue de calle. Cuando la radio transformó el consumo musical, surgieron Joséito Mateo y luego Johnny Ventura, revolucionando la velocidad, el movimiento y la puesta en escena. Hoy, en un mundo donde la música global avanza a un ritmo vertiginoso, el merengue requiere otro salto creativo: un salto hacia una neuroplasticidad cultural.
Regenerar el merengue no es una amenaza: es una necesidad histórica. Y como toda regeneración, comienza con un gesto consciente de creación. Ya estamos en ese camino: explorando, componiendo, buscando ese nuevo brillo que hará que la tambora y la güira sigan siendo esencias… pero también futuristas.
Porque un género que se atreve a renovarse es un género destinado a vivir mucho más que un siglo.





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