En el análisis de los procesos culturales contemporáneos, se ha vuelto imprescindible reconocer la tensión que vivimos entre dos formas de organización social: la sociedad sólida de nuestros ancestros y la sociedad líquida que caracteriza el presente. Tomando como referencia la metáfora del sociólogo Zygmunt Bauman, podemos comprender mejor cómo cambian nuestras costumbres, nuestros vínculos y nuestras formas de vivir la cultura.
La sociedad sólida: la cultura que permanecía
Nuestros abuelos y bisabuelos crecieron en un mundo donde la cultura tenía un carácter estable y duradero. Era una sociedad sólida no porque fuera rígida, sino porque las estructuras que la sostenían daban continuidad y sentido a la vida comunitaria. En República Dominicana, esa solidez se observaba en múltiples expresiones:
• La familia grande, donde abuelos, tíos y primos compartían responsabilidades y donde los niños crecían acompañados de varias generaciones.
• Los oficios tradicionales, aprendidos desde la observación y transmitidos de padres a hijos: el barbero del barrio, el carpintero que dejaba su huella en cada pieza, el músico que formaba parte de una orquesta típica y seguía una línea familiar.
• Las festividades y rituales, como las patronales, las procesiones, los velorios con cantos o los rezos comunitarios, que fortalecían la noción de pertenencia.
• El valor de la palabra dada, que servía como un contrato moral ante los demás.
• El sentido de comunidad, donde se conocía a cada familia, cada casa y cada historia, formando un tejido social difícil de romper.

Esa solidez cultural nos permitió construir identidad, pertenencia y memoria. La vida tenía ritmos más pausados y los cambios sucedían lentamente, permitiendo que la cultura se asentara.
La sociedad líquida: vínculos que se transforman
En la actualidad vivimos en una sociedad líquida, marcada por la rapidez, la inestabilidad y la flexibilidad. Los vínculos se vuelven más temporales, los ritmos de vida más acelerados y las identidades más cambiantes. Desde el plano cultural, esto se manifiesta de varias formas:
Relaciones más frágiles, donde los matrimonios y las uniones duran menos tiempo debido a nuevas expectativas, presiones económicas y transformaciones sociales.
Comunidades digitales que sustituyen las territoriales, especialmente entre jóvenes que se identifican más con su círculo virtual que con el vecindario.
Una cultura de consumo inmediato, donde las modas duran horas, la música se vuelve desechable y la atención se fragmenta entre miles de estímulos.
La desaparición de oficios tradicionales, desplazados por la tecnología y por un mercado laboral en constante mutación.
La identidad «a la carta», donde cada individuo mezcla fragmentos culturales y construye su propio estilo, a veces sin raíces claras.
Esta liquidez trae libertades nuevas —mayor creatividad, diversidad, movilidad y acceso al conocimiento—, pero también genera desarraigo y falta de continuidad cultural.
El desafío cultural: unir lo sólido con lo líquido
La tarea de quienes trabajamos en cultura es encontrar un punto de equilibrio. No podemos quedarnos atrapados en la nostalgia del pasado, ni tampoco entregarnos sin defensa a la volatilidad del presente. Se trata de rescatar las raíces, la memoria y la cohesión comunitaria que caracterizaban a la sociedad sólida, incorporando al mismo tiempo la creatividad, la innovación y las oportunidades de la sociedad líquida.
La cultura dominicana tiene la capacidad de adaptarse sin perder su esencia. Podemos modernizar la tradición, fortalecer las comunidades y aprovechar las plataformas digitales para difundir valores que permanezcan. Entre lo que fuimos y lo que somos existe un espacio fértil para construir una cultura más fuerte, más viva y más consciente de sí misma.





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