A veces lo que más necesita una comunidad no es una gran obra, sino sentarse a hablar. Porque cuando la gente se escucha, surgen ideas. Y cuando se organiza, surgen soluciones. Esta verdad, simple pero poderosa, ha sido relegada por una obsesión colectiva con el cemento, el asfalto y las cifras de ejecución presupuestaria, como si las obras hablaran por sí solas. Pero no. Las obras no dialogan. No generan confianza. No resuelven las tensiones sociales. Sólo la palabra lo hace.
Vivimos en una época donde los proyectos visibles parecen valer más que los vínculos invisibles. Se inauguran parques sin preguntar si la comunidad los necesita, se construyen contenes en calles donde aún no hay agua potable. Todo porque las obras «se ven». Pero lo que no se ve, como el tejido social, la confianza, la capacidad de convivir y colaborar, es lo que sostiene el desarrollo a largo plazo. Y eso únicamente se construye hablando.
He sido testigo de barrios donde las tensiones eran tan fuertes que no importaba cuántas calles se asfaltaran: seguía habiendo problemas. Porque no se trataba de falta de inversión, sino de falta de encuentro. La comunidad estaba fracturada, los vecinos no se hablaban, las juntas de vecinos no funcionaban, los jóvenes no se sentían parte. En esos casos, lo primero que hicimos no fue prometer una obra, sino reunir a la gente. Escucharlos. Preguntarles qué les dolía, qué soñaban, qué estaban dispuestos a hacer juntos. Y entonces ocurrió algo casi milagroso: empezaron a mirarse, a reconocerse. Y de ahí salieron ideas que nunca hubiésemos imaginado desde un escritorio.
Sentarse a hablar es un acto político, en el sentido más noble de la palabra. Es reconocer al otro como igual, como legítimo portador de una voz. Es asumir que el conocimiento no está exclusivo en los técnicos, sino también en la experiencia cotidiana del ciudadano. Es aceptar que no hay desarrollo posible si no se construye desde adentro, con la gente y no para la gente.
Las ciudades están llenas de soluciones impuestas que terminan en el abandono o el rechazo. No porque fueran malas ideas, sino porque nunca se consultaron, nunca se discutieron, nunca se adaptaron a la realidad de quienes las iban a vivir. El desarrollo real no puede ser una imposición. Tiene que ser una construcción compartida.
No estoy negando la importancia de las grandes obras. Claro que hacen falta. Pero me resisto a creer que esa sea la única manera de medir la gestión. A veces una conversación bien llevada puede tener más impacto que un millón de pesos en varilla. Porque una conversación puede dar origen a una alianza, a un comité, a una iniciativa barrial, a un nuevo liderazgo. Y eso vale más que cualquier corte de cinta.
Necesitamos cambiar la lógica de la gestión pública local. Escuchar no debe ser una excepción, sino una práctica habitual. El presupuesto participativo no puede ser un trámite simbólico, sino un ejercicio real de diálogo. Las juntas de vecinos no deben ser vistas como un obstáculo, sino como aliadas. Y los líderes comunitarios deben ser reconocidos y fortalecidos, no marginados ni utilizados sólo en campaña.
Cada vez que una comunidad se sienta a hablar, está sembrando el terreno para algo más grande: la gobernabilidad democrática. Esa que no se impone desde arriba, sino que se cultiva desde abajo. Esa que resiste el ruido, la improvisación y el clientelismo porque nace del acuerdo, del compromiso y del respeto mutuo.
Por eso, la próxima vez que alguien me pregunte qué necesita una comunidad, probablemente no hablaré de una obra. Diré: «sentarse a hablar». Porque cuando la gente se escucha, surgen ideas. Y cuando se organiza, surgen soluciones.
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