Luis Abinader, favorecido por un voto de hastío, se juramenta el 16 de agosto en un contexto de fuertes tensiones y mayores expectativas, que imponen actuaciones basadas en la sabiduría, el tino y la prudencia.
Por un lado, tiene el desafío de poner en marcha una estrategia efectiva para, en corto plazo, aplanar la curva de contagios de coronavirus hasta que aparezca una vacuna que permita el retorno a la normalidad.
Mientras ejecuta su maniobra sanitaria, deberá disponer de habilidades, en conjunto con su gabinete, para recuperar paulatinamente la economía, una porción de los empleos perdidos y facilitar la apertura del turismo, una de las principales fuentes de divisas.
En paralelo, tiene ante sí una demanda de grupos de presión con arraigo mediático -que de alguna manera contribuyeron con el desalojo del poder de los peledeistas- de llevar a cabo procesos legales contra la corrupción.
La selección del Procurador General de la República pudiera ser, en ese marco, el primer gran motivo de decepción de quienes tienen hambre de justicia o el fortalecimiento de las señales positivas que ha enviado con la designación de su equipo de gobierno.
Esta deber ser, sin dudas, una de las tareas más inquietantes para Abinader porque las voces que se levantan pidiendo la cabeza de corruptos evidencian que desean procesos abreviados, casi juicios sumarios, para que iniciando 2021 peces gordos entren a prisión.
El enfoque, que no evoca el estado de derechos, la presunción de inocencia ni el privilegio de la defensa, es como tener listos los dispositivos de la sentencia antes del juicio. El hartazgo sobre la corrupción rampante, que necesita ser documentada y probada, debería ser tolerante al debido proceso, pero con veeduría y criticidad, y no apostar a la condena a priori.
Si la justicia, estimulada por la política, toma el camino de organizar dictámenes a petición popular, para satisfacer la sed de sangre del populacho, la destrucción del contrato social de la República Dominicana será un hecho.
Abinader llega al solio presidencial entre poderosos intereses corporativos enfrentados, con disparos adjetivados, terrorismo jurídico, diatribas a raudales y decisiones polémicas al cierre del gobierno de quien le ha antecedido: el presidente Medina.
El camino del nuevo gobernante arranca lleno de espinas y el manejo más adecuado para no sucumbir es acogerse estrictamente a la ley, ser férreamente institucional, porque si asume un rol de “monedita de oro” para caer bien a todo el mundo, caería en una trampa insondable.
No esperaríamos señales de un presidente capturado por poderes fácticos, porque, de ser así, la decepción se anticipará y la gobernabilidad sería un fiasco. Necesitamos que entes de moderación y creíbles ejecuten una influencia positiva para hallar soluciones con sentido de nación, basadas en el bien común, en la necesidad de preservar las instituciones y el imperio de la ley. Estamos ante una crisis de múltiples capas y dimensiones. El país requiere de todos.
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