El evento ocurrido en el Jet Set debe servirnos como punto de partida para golpearnos el pecho, como sociedad y como país. No es una simple tragedia aislada. Es el reflejo de una cultura que ha normalizado el riesgo, que ha preferido mirar hacia otro lado, que ha dejado que el desorden se convierta en estilo de vida. Hemos aprendido a vivir entre improvisaciones, habilitando espacios sin garantías, sin protocolos, sin planificación, sin consecuencias. Y cuando ocurre lo predecible —porque no podemos llamarlo sorpresa— todos nos indignamos, todos hablamos, todos buscamos culpables… pero rara vez nos sentamos a ver cómo llegamos hasta aquí.
La ley es clara. Establece responsabilidades, competencias y alcances que deben cumplirse rigurosamente. Cada espacio destinado a concentrar personas, especialmente si es para el ocio o el espectáculo, debe contar con salidas de emergencia, señalización adecuada, control de aforo, planes de evacuación, rutas de acceso despejadas y personal capacitado. Y todo esto no es una sugerencia, es una obligación. Una obligación que muchas veces se incumple o se ejecuta con ligereza, como si la seguridad fuera un lujo o una formalidad innecesaria.
Vivimos en una sociedad donde lo informal se ha vuelto normal, y donde la prevención brilla por su ausencia. Y esto, aunque parezca un tema técnico, es profundamente humano. Porque cuando no se cumple con lo básico, lo que está en juego es la vida misma. Lo más grave es que los mecanismos de control están previstos en el marco normativo. No hay vacío legal. Lo que hay es falta de voluntad para aplicar lo que ya está escrito, para respetar lo que nos protege, para asumir que el orden no es un capricho, sino una necesidad vital.

No podemos seguir permitiendo que estos hechos pasen como simples anécdotas trágicas. Deben dolernos lo suficiente como para transformarnos. No se trata sólo de revisar si se cumplió con el aforo, o si había extintores. Se trata de cuestionar el sistema completo de permisividad, de simulación y de complicidad que muchas veces permite que estos lugares operen en condiciones que, en la práctica, ponen en riesgo a quienes los visitan.
Y no es exclusivo de los centros de diversión. Lo vemos en la forma en que usamos el espacio público, en cómo se construye sin planificación, en cómo se habilitan actividades sin previsión ni supervisión. Vivimos con la constante sensación de que todo puede pasar, de que todo puede fallar, y eso no puede seguir siendo parte de nuestra cotidianidad. La ley establece claramente que, en contextos de aglomeración humana, deben adoptarse medidas específicas de prevención y mitigación de riesgos. Pero esas medidas rara vez se cumplen al pie de la letra.
Nos urge organizarnos. No mañana, no después de la próxima tragedia. Ahora. Y organizarnos no significa llenarnos de trámites o discursos. Significa cumplir con lo que ya existe, aplicar lo que la ley manda, asumir la responsabilidad de cada quien en su justo lugar. Significa educar, vigilar, sancionar y corregir. Y sobre todo, significa no mirar hacia otro lado.
Ordenarnos no puede ser un privilegio de unos pocos, ni una promesa postergada. Tiene que ser una exigencia de todos. Una meta compartida. Porque vivir sin orden, sin prevención y sin responsabilidad, nos está costando demasiado. No sólo en términos materiales o legales, sino en lo más valioso: la seguridad, la tranquilidad y la vida misma.
Que este suceso no se borre tan fácil de la memoria. Que no se pierda en el ruido de la costumbre ni en la agenda de lo urgente. Que nos duela, sí, pero que también nos mueva. Porque si no aprendemos de esto, si no reaccionamos ahora, seguiremos pagando un precio muy alto… por lo que pudo evitarse.
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