La señalización en las calles, es decir, la señalética, los nombres de las vías y la numeración de las casas, es un tema ausente en la mayoría de nuestras ciudades y pueblos. Es como si viviéramos en territorios anónimos, donde orientarse depende más del «colmado de la esquina» o «la casa donde vivía doña Carmen» que de un sistema urbano racional. Esta carencia, que parece menor, tiene un impacto profundo en la vida diaria, y es que se complica los servicios de emergencia, retrasa las entregas, confunde a visitantes y refleja la falta de planificación que marca buena parte de nuestro desarrollo urbano.
En el fondo, una ciudad sin señalización es una ciudad sin identidad. Nombrar las calles, numerar las casas e identificar los espacios públicos no es un capricho burocrático; es una forma de ordenar la convivencia, de reconocernos como parte de un territorio común y de darle sentido a la pertenencia.
Si bien es cierto que nuestras autoridades son bastante eficientes a la hora de nombrar calles, avenidas y parques, no ocurre lo mismo con la rotulación y señalización de esos espacios. Por diversas razones, algunas técnicas, otras políticas y muchas culturales; este paso fundamental suele quedarse a mitad de camino.
Entre esas razones podríamos enumerar varias. Primero, la ausencia de una política nacional de nomenclatura urbana, que establezca criterios, tipografías, materiales y responsabilidades claras para los gobiernos locales. Segundo, la falta de presupuesto específico destinado a señalética, que hace que este aspecto se vea como un gasto decorativo y no como parte de la infraestructura básica de una ciudad.
Tercero, la descoordinación entre instituciones, donde los ayuntamientos aprueban los nombres, pero Obras Públicas, el Instituto Nacional de Tránsito o las empresas de servicios intervienen sin respetar ni actualizar la información. Cuarto, la carencia de catastros actualizados y de mapas digitales confiables, lo que impide mantener un registro coherente de los cambios urbanos. Y quinto, una débil conciencia ciudadana sobre la importancia del orden territorial y la orientación espacial.

El resultado es un paisaje urbano desordenado, donde conviven calles sin nombre, avenidas con letreros ilegibles y numeraciones que desaparecen tras una remodelación. La confusión no solo afecta a los ciudadanos, sino también a los servicios esenciales. Un camión de bomberos o una ambulancia puede perder minutos valiosos tratando de ubicar una dirección que no existe físicamente, y eso puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Por otro lado, la falta de señalización debilita la noción de pertenencia. Una calle sin nombre es un lugar sin historia, sin memoria y sin rostro. En las ciudades bien organizadas, los nombres de las calles cuentan algo, pues rinden homenaje a personas, eventos o valores que ayudan a construir identidad colectiva. En cambio, en muchas de nuestras localidades, la memoria urbana se pierde entre improvisaciones y omisiones.
Los gobiernos locales tienen la oportunidad de asumir este tema con visión moderna. La señalética no debe limitarse a letreros metálicos, puede integrarse a sistemas inteligentes de georreferencia, códigos QR con información histórica y mapas interactivos que fortalezcan la relación entre la ciudadanía y su entorno. Hay ayuntamientos que ya experimentan con esto, y es un paso en la dirección correcta.
Reorganizar el espacio urbano pasa por reconocer que el orden no se impone, se construye. Y la señalización es parte esencial de esa construcción. Una ciudad bien señalizada es una ciudad que se respeta a sí misma, que piensa en su gente y que se prepara para crecer con lógica y equidad.
Porque al final, ponerle nombre a una calle es mucho más que un acto administrativo: es una forma de decirle a la gente que su lugar en el mapa también importa.



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