En los últimos años, el rostro de nuestras ciudades ha cambiado vertiginosamente. Torres, plazas, edificios inteligentes y grandes obras de infraestructura brotan como hongos, anunciando una aparente modernidad. Pero tras esa fachada de concreto y cristal, se esconde una verdad amarga: muchas de estas construcciones, lejos de aportar orden y bienestar, han traído consigo el caos urbano que hoy nos arropa.
Las grandes constructoras, que alguna vez fueron aliadas del desarrollo, se han transformado, en una proporción preocupante, en depredadoras del espacio urbano. La lógica del lucro ha desplazado la ética de la convivencia. La violación de linderos es ya una práctica común; las aceras, diseñadas a su antojo, han dejado de ser públicas para convertirse en prolongaciones privadas; y los espacios verdes, que deberían ser pulmones urbanos, han sido devorados por el apetito de más metros cuadrados construibles.
Tampoco respetan las leyes ambientales, ni los reglamentos de residuos de construcción, ni la planificación territorial que dicta el más básico sentido común. Cada obra nueva es un monumento al irrespeto. Y mientras tanto, las autoridades locales, que deberían garantizar el cumplimiento de las normativas, se declaran incompetentes, o peor aún, cómplices silenciosos de estas violaciones. La debilidad institucional, sumada a la falta de voluntad política, ha permitido que se instale una cultura de impunidad con casco y botas.
Es cierto que el desarrollo urbano ha estado históricamente en manos del sector privado. Y eso no tiene nada de malo, siempre que esté regulado. Pero cuando ese desarrollo se convierte en un negocio sin escrúpulos, sin límites éticos, y sin consecuencias legales, entonces deja de ser progreso para convertirse en una amenaza. Estamos construyendo ciudades más altas, sí, pero menos habitables. Ciudades más densas, pero menos humanas.
Las consecuencias están a la vista: calles convertidas en callejones; aceras intransitables; temperaturas urbanas que se elevan por la eliminación de áreas verdes y la densidad de materiales; y, sobre todo, una ciudadanía cada vez más limitada en su derecho a disfrutar de un entorno digno. Hemos cambiado calidad de vida por rentabilidad inmobiliaria.
Peor aún, los vacíos legales y las llamadas «zonas grises» del ordenamiento jurídico han sido hábilmente explotados por los consultores de las grandes constructoras. Donde la ley es ambigua, ellos encuentran el camino para evadirla. Donde hay silencio normativo, ellos imponen sus propias reglas. Y mientras tanto, los ciudadanos observan impotentes cómo sus barrios cambian sin ser consultados, cómo sus derechos se achican y su voz se silencia.
La solución no puede seguir posponiéndose. Es urgente cerrar esos vacíos legales que hoy sirven de excusa para la irresponsabilidad. Hay que actualizar las normas, clarificar las zonas grises, y aplicar con firmeza las leyes y reglamentos existentes. Las municipalidades no pueden seguir siendo meros espectadores de este desorden. Necesitan más herramientas, más respaldo y más carácter para actuar.
Y, sobre todo, debemos recuperar el principio fundamental de toda ciudad: el bien común. Una ciudad no puede ser el campo de batalla de intereses económicos desmedidos. Debe ser el espacio donde se construye convivencia, inclusión, seguridad, movilidad y calidad de vida.
El desarrollo no puede seguir siendo medido solo en metros cuadrados construidos. Debe medirse también en aceras transitables, en árboles plantados, en niños jugando en un parque, en adultos mayores que pueden caminar sin miedo. Si no recuperamos esa visión humana de la ciudad, estaremos edificando no futuro, sino frustración.
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