11/12/2025
Notas al Vuelo

La ética de la autenticidad

Hablar de autenticidad se ha vuelto casi una moda: “sé tú mismo”, “fluye”, “no te compares”, “confía en tu vibra”. Pero pocas veces se habla de la ética que implica vivir desde la autenticidad, esa responsabilidad interna de sostener lo que decimos, lo que hacemos y lo que somos, incluso cuando nadie mira. Y quizá, justo en esta etapa de la vida, esa frontera entre juventud, incertidumbres y primeras certezas,  es cuando más necesario es entender que la autenticidad no es un eslogan, sino una forma de ubicarse en el mundo.

Para los jóvenes, la autenticidad es una promesa seductora: ser genuinos, libres, reales. Pero la ética de la autenticidad exige algo más profundo que simplemente “gustarnos a nosotros mismos”. Exige coherencia, y la coherencia es una de las tareas más difíciles de la vida adulta. No basta con decir “yo soy así”, hay que preguntarse también: ¿esa versión de mí se construyó desde mis valores o desde mis miedos?, ¿desde mi deseo o desde la presión de pertenecer?, ¿desde mi libertad o desde la necesidad de aprobación?

La ética de la autenticidad implica reconocer que lo auténtico no siempre coincide con lo cómodo. Muchas veces, ser fiel a uno mismo es incómodo, incluso doloroso. Implica tomar decisiones que parecen contracorriente, alejarse de grupos, de hábitos o de narrativas que nos encogen. Implica decir que no, cuando todo parece empujar al sí; implica defender tus límites sin sentir culpa; implica admitir que estás cambiando, aunque otros prefieran la versión antigua de ti.

A esta edad, es imposible no sentir el peso de la mirada ajena. Redes sociales, estándares de éxito, expectativas familiares, discursos de autoestima cargados de superficialidad. La presión por “ser único” se ha convertido en otra forma de uniformidad. Y ahí es donde la ética de la autenticidad invita a un acto de rebeldía silenciosa: pensar por uno mismo. Elegir por uno mismo. Preguntarse quién eres cuando nadie te está viendo, cuando nadie te está aplaudiendo, cuando nadie necesita que cumplas un rol.

Ser auténtico no es exponerlo todo, ni convertir la vulnerabilidad en espectáculo. Es un proceso íntimo de honestidad: ¿qué quiero?, ¿qué creo?, ¿qué me mueve?, ¿qué no estoy dispuesto a negociar? La ética de la autenticidad nos recuerda que la identidad no se improvisa; se cultiva. Se revisa. Se poda. Se redefine. Crece con nosotros.

Y, sobre todo, nos enseña algo crucial: ser auténticos no nos hace inmunes al error. Al contrario, nos hace responsables de él. La ética de la autenticidad exige que asumamos las consecuencias de nuestras decisiones, que aprendamos, que repararemos cuando haga falta y que tengamos la humildad de reconocer que siempre estamos en borrador.

Quizá, entonces, la ética de la autenticidad no sea un destino, sino un camino: la decisión cotidiana de no traicionarnos. La voluntad de elegirnos. La valentía de sostener la versión de nosotros que verdaderamente queremos llegar a ser. Porque, al final, nada pesa más que vivir una vida que no se siente propia. Y nada libera más que vivir una que sí.

Comentarios