En los últimos años, la presencia de pantallas —tabletas, teléfonos, videojuegos y redes sociales— se ha convertido en una constante en la vida de niños y adolescentes. Aunque los dispositivos prometen entretenimiento, aprendizaje y conexión, las consultas psicológicas revelan una realidad distinta: el uso excesivo está generando dificultades emocionales, cognitivas y conductuales que se manifiestan cada vez con mayor frecuencia. Al consultorio llegan familias completas describiendo un patrón que se repite: irritabilidad, desconexión social, bajo rendimiento escolar y una notable dificultad para tolerar la frustración.
En mi consulta he podido observar que algunos adolescentes muestran síntomas que no existían con tanta intensidad hace una década: dificultad para concentrarse, impulsividad marcada y una necesidad permanente de estímulos rápidos. Estas conductas coinciden con hallazgos recientes de investigaciones que analizan cómo las pantallas funcionan como reforzadores de gratificación inmediata, activando circuitos cerebrales asociados a la dopamina. Cuando este sistema se sobreestimula a edades tempranas y en la adolescencia, la capacidad de atención sostenida y el autocontrol se debilitan.
Uno de los aspectos más preocupantes es la relación entre pantallas y salud emocional. He podido observar que algunos consultantes adolescentes experimentan ansiedad, problemas de sueño y una sensación difusa de tristeza asociada al consumo constante de redes sociales. Diversos estudios indican que la exposición diaria a contenidos irreales, comparativos y altamente estimulantes genera una percepción distorsionada de la propia vida. Para muchos jóvenes, la pantalla no solo entretiene: también presiona, incomoda y fragmenta la identidad.

En la población infantil, los riesgos son aún más evidentes. Al consultorio llegan padres que describen rabietas intensas cuando se retiran los dispositivos, dificultades en el desarrollo del lenguaje y un aislamiento progresivo del juego tradicional. Textos recientes sobre neurodesarrollo advierten que el cerebro infantil necesita movimiento, silencio, contacto humano y exploración sensorial para madurar adecuadamente. Cuando estas experiencias son sustituidas por pantallas, ciertas áreas cerebrales vinculadas a la creatividad, la autorregulación y la empatía quedan subestimadas.
Investigaciones enfocadas específicamente en el impacto del uso abusivo de teléfonos inteligentes en jóvenes destacan un patrón que preocupa a profesionales de la salud mental: cuanto más tiempo pasan los niños frente a una pantalla, menor es su tolerancia al aburrimiento y mayor su necesidad de estímulos artificiales. Este fenómeno no solo afecta el comportamiento, sino que alimenta un círculo vicioso que puede derivar en adicción tecnológica. Padres y educadores describen que, incluso con límites claros, el dispositivo se convierte en un foco constante de negociación, conflicto y tensión familiar.
Muchos padres reconocen en consulta que les resulta difícil limitar o retrasar el acceso a las pantallas. He podido observar que algunos sostienen la creencia de que «es imposible educar con cero pantalla» o que, sin dispositivos, sus hijos «no tendrán cómo entretenerse». Otros admiten que las pantallas funcionan como un recurso de comodidad en momentos de agotamiento, carga laboral o falta de apoyo familiar.
Sin embargo, especialistas en conducta digital han subrayado que esta permisividad, aunque comprensible, conlleva riesgos significativos para el neurodesarrollo. En este sentido, diversas investigaciones señalan que la edad recomendable para que un adolescente tenga su primer teléfono inteligente debería situarse alrededor de los 16 años, momento en que el cerebro posee mayor madurez para gestionar impulsos, exposición social y toma de decisiones.
Según estos enfoques, retrasar el acceso no solo protege el bienestar emocional, sino que facilita que el joven desarrolle herramientas de autocontrol y una relación más saludable con la tecnología. En un mundo cada vez más digitalizado, proteger la infancia y la adolescencia implica recordar que, detrás de cada pantalla, hay un cerebro en desarrollo que necesita ser cuidado.





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