A veces parece que el silencio se convirtió en un lujo inalcanzable. Basta salir a la calle para encontrarnos con bocinas ensordecedoras, motores con escapes abiertos, música a todo volumen desde cualquier esquina, vendedores ambulantes que compiten a gritos y construcciones que nunca terminan. El ruido se ha vuelto parte de nuestro día a día, tanto que muchos lo ven como algo normal. Sin embargo, no lo es.
El ruido externo que padecemos no es más que la muestra del ruido interno que llevamos dentro. Corremos todo el tiempo, vivimos con prisa, queremos resolverlo todo al mismo instante y no sabemos detenernos. Ese desorden interior se proyecta en la forma en que tratamos la ciudad. Así como nuestra mente está saturada, nuestras calles también lo están.
El problema del ruido no se resuelve solo con leyes ni con campañas momentáneas. Se resuelve con conciencia. Si no aprendemos a valorar el silencio y a respetar la tranquilidad del otro, ninguna norma será suficiente. La contaminación acústica es, al final, un reflejo de la contaminación emocional que arrastramos.
En nuestra cultura pareciera que el más fuerte es el que más grita. Creemos que ser escuchados significa elevar la voz por encima de los demás. Confundimos alegría con escándalo, diversión con exceso, celebración con descontrol. Por eso el ruido nos envuelve en cada espacio, desde la casa hasta la oficina, desde la calle hasta los transportes. Y lo más grave es que lo hemos normalizado, como si la vida no pudiera transcurrir en calma.
El silencio incomoda porque nos obliga a escuchar lo que llevamos dentro. En cambio, el ruido distrae, tapa, oculta. Nos mantiene ocupados en lo superficial y nos aleja de lo esencial. Así vivimos, rodeados de bocinas y gritos, pero incapaces de sentarnos a escucharnos a nosotros mismos o a quienes tenemos al lado.
El derecho al silencio debería ser parte fundamental de la vida en comunidad. No se trata de eliminar la alegría ni la música ni las celebraciones. Se trata de saber que mi libertad termina donde empieza la del otro. Lo que para mí es diversión, para mi vecino puede ser una tortura. Lo que para mí es costumbre, para otro puede ser enfermedad. Hay quienes no pueden descansar por las fiestas interminables del barrio, quienes ven deteriorada su salud por los escapes abiertos, quienes sienten ansiedad por la bulla constante de la ciudad.
Resolver el ruido empieza en lo individual. Si bajo el volumen de mi música, si evito tocar bocina innecesariamente, si no acelero mi motor como si estuviera en una pista, ya estoy colocando mi pieza en el rompecabezas del orden. Después viene lo colectivo, con campañas permanentes de educación, con sanciones reales y con políticas públicas que hagan cumplir las normas. Pero nada de eso funcionará si cada ciudadano no asume primero su responsabilidad.
No debemos olvidar que las ciudades más habitables del mundo no son las que tienen más edificios ni más carreteras, sino las que han logrado crear entornos tranquilos donde se pueda convivir sin sobresalto. Lograrlo no es imposible, pero requiere un cambio profundo en nuestra mentalidad.
El ruido es un espejo de lo que somos como sociedad. Nos muestra impacientes, intolerantes y poco conscientes del otro. Mientras más bulla hacemos afuera, más confirmamos que dentro de nosotros reina el desorden. Si queremos ciudades más humanas, necesitamos empezar a callar un poco, a escuchar más, a respetar el espacio del silencio.
La ciudad que soñamos no será la más moderna ni la más llena de luces, sino aquella en la que se pueda descansar, conversar y caminar sin sentirse agredido por el estruendo. El ruido no es una condena inevitable, es una decisión colectiva. La pregunta entonces no es por qué vivimos con tanto ruido. La verdadera pregunta es cuándo vamos a decidir bajar el volumen interior para empezar a construir una ciudad donde el silencio también tenga un lugar.
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