Hay una parte de mi vida que muchos desconocen. Fuí evangélico pentecostal, miembro de la Iglesia de Dios Inc., en San Juan de la Maguana. Asistí a la escuela bíblica dominical e interactué a fondo con mi pastor Moisés Fernández.
Allí pasé los años más importantes de mi juventud en una combinación de lecturas bíblicas y de los clásicos en la biblioteca municipal, a la que iba todas las tardes y que era mi segundo templo.
En la iglesia, un humilde local rentado, pero amplio, que se pagaba con el diezmo de los aportantes voluntarios, yo tocaba la batería, fui presidente de la sociedad de jóvenes y miembro de un escuadrón de predicadores que visitaba cárceles, hospitales y lugares rurales alejados.
Me separé de la congregación por respeto a sus principios y al llegar a un trayecto vital en el que podían producirse dualidades, una colisión ideológica y de enfoque, vinculada con la realidad social, económica y política con la tendría que lidiar desde la profesión seleccionada.
Soy frontal y directo hasta conmigo mismo. Evito e impugno la doble moral a todos los niveles. Así es que en un proceso de autocrítica me convencí que la iglesia me quedaba grande; me marché y no pocos hermanos se quedaron boquieabiertos partiendo del nivel de consagración que en mi veían.
Aparte de influir, ayer y hoy, en mi comportamiento, haber pasado mi primera juventud en la iglesia me dejó grandes enseñanzas y diría que me dotó de habilidades para descifrar a la gente, ver el trasfondo de las actitudes y hasta modelar intenciones.
Por eso me resulta tan práctico separar el trigo de la paja, conocer a leguas a los farsantes, falsos profetas, simuladores, apóstatas, fariseos, serpientes disfrazadas de ovejas, lobos con antifaz de pastores, avivatos de la fe, estafadores espirituales y perversos, tan abundantes hoy en día.
De manera que a mí no me engañan ni me pueden meter gato por liebre. Los tengo bien ubicados en cualquier plataforma comunicacional desde la que hablen para engatusar a los incautos.
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