12/12/2025
Crónicas de Poder

Es hora de soltar la camisa de fuerza municipal

En estos días vuelve a colocarse sobre la mesa la discusión sobre la modificación del artículo 21 de la Ley 176-07, esa pieza legal que, al menos en teoría, organiza el uso del dinero municipal. La propuesta busca aumentar el porcentaje destinado a nómina y prestación de servicios, reduciendo las partidas obligatorias para inversión en infraestructura. ¿Tiene lógica? Sí. Pero también tiene riesgos. Y, sobre todo, tiene una raíz mucho más profunda que no estamos viendo porque seguimos revisando ramas mientras la raíz del árbol sigue enferma.

Es verdad que hay grandes deficiencias en la ejecución de obras municipales. Cualquier ciudadano con un mínimo de contacto con su entorno lo sabe; aceras rotas, contenes pobremente ejecutados, cementerios olvidados, canchas sin mantenimiento, parques convertidos en islas de concreto sin alma. Pero también es cierto que el clamor cotidiano de la gente está en otra parte.

Hoy la demanda es servicio. Servicio simple, directo y constante: recogida de residuos con calidad, iluminación adecuada, mantenimiento del espacio público, poda, seguridad comunitaria, ordenamiento territorial funcional. La ciudad ya no se mide solo por la obra visible, sino por la puntualidad del camión que pasa frente a la casa.

Sin embargo, es aquí donde comienza la contradicción. El país ha cambiado. Las ciudades han cambiado. Las necesidades reales de los municipios se han transformado. Pero seguimos amarrados a un esquema presupuestario construido hace casi dos décadas, respondiendo a realidades que ya no existen, y obligando a los ayuntamientos a encajar en porcentajes rígidos que funcionan como una camisa de fuerza. Es como pedirle a un municipio pequeño con escasos recursos que se comporte igual que la capital, o exigirle a una junta de distrito rural la misma estructura administrativa que a un municipio turístico de alto flujo económico. Es injusto, es ineficiente y es profundamente antitécnico.

La verdad es sencilla, y es que así como no existen dos ciudades iguales, tampoco existen dos municipios con las mismas prioridades. Los colores del arcoíris no se confunden entre sí; cada uno tiene su identidad. Lo mismo ocurre con la realidad municipal: ubicación, tamaño, cultura, vocación económica, densidad poblacional, ruralidad o urbanidad, migración, presión turística, expansión inmobiliaria, manejo de residuos, vulnerabilidad climática… cada variable genera un matiz distinto que debería reflejarse en las decisiones presupuestarias. Pretender medirlos a todos con la misma regla no solo es un error conceptual, sino un error práctico que se paga caro en gobernanza, planificación y legitimidad.

He llegado a una conclusión que, aunque para algunos suene radical, es probablemente la más justa y sensata: lo mejor que le puede ocurrir a los gobiernos locales es eliminar de una vez por todas ese régimen de porcentajes obligatorios por tipo de gasto. Quitar esa estructura de limitaciones y permitir que sean los ayuntamientos quienes definan sus prioridades de acuerdo con su población, su planificación estratégica y su realidad territorial concreta.

Lo digo con plena conciencia de que no manejamos grandes cantidades de dinero. Los ayuntamientos dominicanos administran recursos muy limitados, muchas veces insuficientes incluso para cumplir con lo básico. ¿Por qué entonces obligarlos a colocar ese dinero en casilleros que no necesariamente representan sus necesidades reales? ¿Por qué imponerles una rigidez que termina distorsionando la inversión, forzando decisiones artificiales y creando obligaciones que no siempre están alineadas con sus urgencias?

Además, las condiciones que justificaron esas medidas hace casi veinte años ya no existen. Hoy hay más controles, más vigilancia ciudadana, mayor acceso a datos, más regulaciones en compras y contrataciones, más tecnología para auditar en tiempo real y más participación comunitaria en la toma de decisiones. El temor histórico a la discrecionalidad ya no es argumento para mantener atado un modelo presupuestario obsoleto.

La municipalidad moderna requiere autonomía financiera real. No autonomía retórica. Y esa autonomía implica confiar en que los gobiernos locales conocen mejor que nadie las prioridades de su territorio. Significa reconocer que la planificación estratégica municipal es la que debe determinar hacia dónde va cada peso. Significa aceptar que si un municipio necesita invertir más en servicios que en infraestructura, debe poder hacerlo sin miedo a violar una norma rígida que no entiende su contexto. Y significa, sobre todo, entender que la verdadera transparencia surge cuando el dinero fluye hacia donde la ciudadanía lo exige, no hacia donde una tabla de porcentajes lo obliga.

Liberar los fondos municipales no es un acto de imprudencia, es un acto de madurez institucional. Es reconocer que la realidad cambió, que la gente cambió y que el territorio cambió. Que las ciudades, grandes o pequeñas, merecen decidir su propio destino sin ser prisioneras de un esquema que ya no les sirve.

Es hora de soltar la camisa de fuerza. Es hora de confiar en los gobiernos locales. Es hora de permitirles decidir. Porque solo así podremos tener municipios que respondan a lo que son hoy y no a lo que fueron hace veinte años.

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