10/08/2025
Crónicas del Alma

El trauma: la herida invisible que determina nuestras decisiones

En el silencio de una consulta psicológica, es frecuente escuchar relatos que, aunque se narran con palabras, gritan con emociones contenidas. El trauma, lejos de ser un hecho del pasado, se convierte en una presencia constante en la vida de quienes lo han experimentado. No es simplemente un recuerdo doloroso, sino una herida emocional que, si no se atiende, condiciona nuestras relaciones, decisiones y hasta nuestra salud física.

En mi experiencia en el consultorio, he visto cómo muchas personas viven atrapadas en respuestas automáticas que no comprenden del todo. Reaccionan con miedo donde no hay peligro, se aíslan en momentos en que más necesitan compañía o sabotean oportunidades justo cuando están a punto de alcanzarlas. Todo esto tiene un origen común: una experiencia emocional no resuelta, marcada por un evento vivido como una amenaza a la integridad emocional o física.

La neurociencia nos ayuda a comprender por qué esto sucede. Cuando una persona atraviesa una experiencia traumática, el cuerpo entra en un estado de alerta máxima: se activa la amígdala, responsable de procesar el miedo, y se desconecta parcialmente la corteza prefrontal, encargada del pensamiento lógico. En ese momento, lo que prima no es entender, sino sobrevivir. El problema es que, aunque el evento haya terminado, el cerebro lo sigue interpretando como presente. “El cuerpo recuerda lo que la mente quiere olvidar”, decía un sabio maestro, para explicar el trauma.

Una de las grandes claves terapéuticas para abordar el trauma es reconocer que no se supera “olvidándolo”, sino resignificándolo. El cerebro es plástico: puede reconstruir circuitos, reinterpretar experiencias y transformar el dolor en sabiduría. Pero para que eso ocurra, la persona necesita sentirse segura, escuchada y acompañada. La presencia compasiva de un terapeuta, una pareja o incluso un amigo puede ser el primer paso hacia la sanación. “Una emoción no expresada se imprime en el cuerpo”, decía una especialista que durante años ha estudiado la conexión entre mente y sistema inmunológico.

El trauma también tiene una dimensión social y cultural. Se ha enseñado a muchas personas a “ser fuertes”, a “no llorar”, a “pasar página”. Pero esa fuerza mal entendida se convierte en una prisión emocional. He visto hombres y mujeres aparentar estabilidad mientras su sistema nervioso está en guerra. Su cuerpo grita a través de síntomas como insomnio, ansiedad, dolores musculares, colon irritable o enfermedades autoinmunes.

La buena noticia es que el trauma no tiene la última palabra. Aunque deje cicatrices, no tiene por qué definir a la persona. De hecho, muchas veces es a partir del trauma que se despierta una transformación profunda. “Donde estuvo el dolor, puede brotar la luz”, afirma un enfoque integrativo de la salud mental que insiste en la capacidad del ser humano de sanar desde dentro hacia fuera.

Por eso, el primer paso es mirar hacia adentro con honestidad y sin juicio. Entender que no somos débiles por haber sido heridos, sino humanos. Y que, aunque el trauma pueda marcar el inicio de una historia difícil, no tiene por qué determinar su final. Como he podido constatar una y otra vez, incluso en las heridas más profundas hay un potencial de renovación. Porque al final, sanar no es olvidar. Sanar es poder recordar sin que duela. Es reconectar con uno mismo, con los demás y con la vida, desde un lugar más libre y verdadero. 

«El trauma nace cuando ataca quien debería proteger, cuando el padre/madre humilla, pero lo llama educación, cuando el niño tiene que ser el adulto porque el padre/madre no puede con su vida, cuando el niño escucha: ‘deja de llorar’ en lugar de recibir apoyo, cuando obligan al niño a no confiar en sus propios sentimientos y le acusan diciendo: ‘lo estás inventando todo’. ¡Si esto te resulta muy familiar, no dudes en buscar ayuda!»

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