En la última década, la exposición a pantallas se ha convertido en una constante en la vida de los adolescentes. Según estudios recientes, los jóvenes entre 12 y 18 años pasan un promedio de seis a nueve horas diarias frente a dispositivos electrónicos, ya sea por entretenimiento, educación o interacción social. Sin embargo, este fenómeno no está exento de consecuencias. Como experto en salud mental, siento la obligación de advertir que el uso excesivo de pantallas altera el desarrollo cognitivo, emocional e incluso social de los adolescentes, generando efectos que van desde la ansiedad, depresión, hasta la pérdida de habilidades interpersonales.
El cerebro adolescente está en plena formación, especialmente en áreas relacionadas con la toma de decisiones, el control de impulsos y la regulación emocional. Algunos especialistas señalan que la sobreestimulación digital puede interferir en este proceso, ya que «la exposición prolongada a pantallas reduce la capacidad de atención profunda y dificulta la consolidación de la memoria». Esto se debe a que el mundo digital está diseñado para ofrecer recompensas inmediatas, activando constantemente el sistema dopaminérgico, lo que puede generar dependencia y una menor tolerancia al esfuerzo sostenido.
Además, se ha observado que el uso nocturno de dispositivos afecta la calidad del sueño. La luz azul emitida por las pantallas inhibe la producción de melatonina, la hormona del sueño, lo que deriva en insomnio y fatiga crónica. «Dormir mal no solo perjudica el rendimiento académico, sino que también debilita el sistema inmunológico y aumenta la irritabilidad».
Las redes sociales han creado un escenario donde la validación externa se convierte en una moneda de cambio. Plataformas como Instagram o TikTok exponen a los adolescentes a estándares de vida irreales, fomentando la comparación constante. «Cuando un joven basa su valor en los ‘me gusta’ o los comentarios, su autoestima se vuelve frágil y dependiente». Esto sabemos que tiende a generar trastornos de ansiedad, depresión o incluso a conductas de autoexigencia desmedida.
Una constante en mi consultorio y en el de mis colegas, es el vertiginoso aumento de jóvenes con autoagresiones, ansiedad y depresión, bajo rendimiento académico y crisis existencial profunda caracterizada por una pérdida de la motivación generalizada. Frente a este panorama, muchos profesionales insistimos en la importancia de establecer límites saludables. Recomendamos promover actividades fuera de lo digital, como el deporte, la lectura o el contacto con la naturaleza, que fomentan un desarrollo más integral. «El cerebro necesita estímulos variados para madurar de forma equilibrada».
También sugerimos fomentar el diálogo familiar sobre el uso responsable de la tecnología. «No se trata de demonizar las pantallas, sino de enseñar a los adolescentes a utilizarlas sin que éstas los utilicen». Herramientas como los horarios de desconexión o la eliminación de notificaciones pueden ser útiles para reducir la dependencia.
El debate sobre el impacto de las pantallas en los adolescentes no tiene respuestas simples, pero sí una urgencia clara: la necesidad de un enfoque consciente. Mientras la tecnología sigue avanzando, el desafío está en educar para que las nuevas generaciones puedan aprovechar sus beneficios sin sacrificar su salud mental. Como bien se ha dicho, «el equilibrio no está en rechazar lo digital, sino en aprender a convivir con ello sin perder nuestra esencia humana». En un mundo cada vez más conectado, quizá la verdadera habilidad que debemos enseñar a los jóvenes no sea cómo navegar en internet, sino cómo permanecer anclados a su propia realidad.
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