Escuchar por primera vez la frase «es una enfermedad crónica» marca un antes y un después en la vida de cualquier persona. El cuerpo lo siente, la mente lo interpreta, y la identidad, en muchos casos, se tambalea. Porque no es solo el cuerpo el que se ve afectado: también se ve desafiada la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás y con el futuro.
En mi experiencia en el consultorio, he acompañado a consultantes que, tras recibir un diagnóstico de enfermedad crónica –ya sea diabetes, esclerosis múltiple, enfermedad autoinmune o cualquier otra condición persistente– entran en una especie de shock emocional. La primera reacción suele ser el miedo, seguido muchas veces por una mezcla de negación, tristeza e incertidumbre. En esos momentos, se vuelve urgente una intervención no solo médica, sino psicológica.
La salud mental tras un diagnóstico crónico no puede ser una cuestión secundaria. Es una parte esencial del tratamiento. Y no solo porque ayuda a gestionar emociones, sino porque, como han demostrado múltiples investigaciones, el estado emocional de una persona influye directamente en el curso de la enfermedad. Lo que el paciente cree sobre su diagnóstico, cómo interpreta su situación y qué actitud adopta frente a ella, puede marcar diferencias clínicas medibles.
«No somos prisioneros de las circunstancias, sino de nuestra manera de percibirlas», decía una paciente con fibromialgia que, después de años de lucha, había encontrado un nuevo equilibrio a través de la terapia emocional. Esta idea, lejos de ser un consuelo superficial, tiene base neurobiológica: el cerebro interpreta el diagnóstico no sólo como un dato, sino como una amenaza, y activa circuitos de alerta que pueden agravar el dolor, el insomnio o incluso la inflamación. Es fundamental que el debido acompañamiento psicológico comience desde el primer momento.
Una de las tareas terapéuticas más importantes tras un diagnóstico crónico es evitar que la persona se fusione con su enfermedad. «Tengo lupus» no es lo mismo que «soy una enferma de lupus». En consulta, trabajamos constantemente en esta distinción, porque cuando una persona reduce su identidad a su diagnóstico, comienza un proceso de aislamiento, desesperanza y pérdida de sentido vital.

Los especialistas en neurociencia emocional han mostrado cómo la actitud frente a una enfermedad influye en la expresión genética, la regulación inmunológica y la neuro plasticidad. En otras palabras, cuando el paciente desarrolla una visión proactiva, esperanzada y flexible de su condición, no solo mejora su estado emocional: mejora también su biología.
Pero no basta con tener buena actitud. También es necesario dotar a la persona de herramientas concretas. Técnicas de regulación emocional, entrenamiento en resiliencia, trabajo con el cuerpo y la respiración, y una red de apoyo que valide sin victimizar, que sostenga sin sobreproteger. El entorno también necesita ser educado: familiares que dicen «ya no puedes hacer esto» o «cuídate, no vayas a empeorar» pueden, sin querer, instalar la enfermedad como una limitación existencial.
Y, sobre todo, es fundamental acompañar al paciente a redescubrir un propósito. La pregunta «¿para qué seguir adelante?» toma un nuevo matiz cuando la vida cambia de forma tan radical. Pero muchas veces, es en medio de esa crisis cuando emergen respuestas que antes estaban dormidas. He visto a pacientes transformar el dolor en vocación, el diagnóstico en impulso para ayudar a otros. No es romantizar la enfermedad; es reconocer que dentro de la adversidad puede nacer algo profundamente humano.
Cuando se diagnostica una enfermedad crónica, comienza un viaje que no es sólo médico, sino emocional, espiritual y existencial. Prepararse para ese viaje implica cuidar de la salud mental con el mismo rigor con el que se cuida del cuerpo. Porque un diagnóstico no define quiénes somos. Pero cómo lo enfrentamos sí puede definir cómo viviremos a partir de entonces.
¿Y si el verdadero tratamiento comienza en la manera en que aprendemos a mirarnos –y a cuidarnos– después del diagnóstico?
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