Deslizar el dedo sobre una pantalla cientos de veces al día se ha vuelto tan habitual que rara vez cuestionamos sus consecuencias. Sin embargo, una nueva alerta empieza a circular entre profesionales de la salud mental: el fenómeno del brainrot. Aunque no es un término clínico, esta palabra se ha popularizado en redes sociales para describir el deterioro cognitivo y emocional asociado al consumo excesivo y fragmentado de contenido digital. Y no es una exageración.
En mi consulta, he podido observar que cada vez más personas —especialmente jóvenes— llegan con síntomas difusos pero persistentes: fatiga mental, dificultad para concentrarse, sensación de vacío, irritabilidad constante y una extraña desmotivación frente a tareas cotidianas. Cuando exploramos sus rutinas, se revela un patrón común: largas horas de exposición a videos cortos, multitarea digital, consumo acelerado de estímulos visuales y auditivos, y muy poco espacio para el silencio o la introspección.
Lo que ocurre en el cerebro bajo estas condiciones es profundo. Las áreas relacionadas con la atención, la planificación y la memoria de trabajo —ubicadas en el lóbulo prefrontal— se ven sobrecargadas por la necesidad constante de responder a estímulos. El cerebro, en lugar de procesar la información de forma pausada y coherente, entra en un modo de respuesta inmediata, superficial y dispersa. Esta hiperactivación sostenida no solo agota, sino que impide consolidar aprendizajes significativos.
He podido observar que algunos consultantes describen una especie de «pereza mental», como si sus pensamientos fueran cada vez más caóticos, lentos o desconectados. Muchos dicen frases como: «Ya no puedo leer un libro completo», «me aburro si algo dura más de un minuto», o «necesito tener algo sonando todo el tiempo». Detrás de estos comentarios hay un fenómeno psicológico real: el cerebro, acostumbrado a gratificaciones rápidas y constantes, pierde sensibilidad frente a estímulos más sutiles o complejos.
El brainrot es, en esencia, una pérdida de la capacidad de sostener la atención, de reflexionar en profundidad y de encontrar satisfacción en experiencias que no sean inmediatas. Desde una perspectiva terapéutica, esto es alarmante. La mente necesita espacios de pausa, de silencio, de aburrimiento incluso, para integrar lo vivido y darle sentido. La sobreestimulación digital interrumpe ese proceso, generando un vacío emocional que muchas veces se intenta llenar con más consumo, cerrando así un círculo vicioso.
Al consultorio llegan adolescentes que, aún sin padecer un trastorno diagnosticado, presentan signos de disociación emocional: se sienten desconectados de sus propios deseos, con dificultad para identificar lo que realmente les motiva, y una tendencia a evitar cualquier tipo de incomodidad emocional mediante la evasión digital. Esto no solo impacta en su bienestar presente, sino que compromete su desarrollo emocional a largo plazo.
Frente a este panorama, no se trata de demonizar la tecnología, sino de recuperar el control sobre su uso. Una mente sana no se construye solo con buenos hábitos físicos, sino también con higiene cognitiva y emocional. Desconectar no es un lujo, es una necesidad biológica. Establecer límites en el consumo de redes, recuperar actividades sin pantalla, dedicar tiempo a la lectura profunda, al contacto con la naturaleza, al juego libre y al diálogo cara a cara, son hoy actos de autocuidado radical.
Como suelo decir en consulta: la calidad de nuestros pensamientos determina la calidad de nuestra vida. Y cuando el cerebro se ve invadido por una avalancha de estímulos inconexos, pierde la capacidad de filtrar, de priorizar, de imaginar con claridad. El brainrot no es solo una metáfora: es una advertencia urgente de que estamos perdiendo la profundidad por vivir en la inmediatez.
El reto, entonces, es devolverle al cerebro lo que necesita para florecer: atención sostenida, espacios de calma, experiencias significativas y, sobre todo, tiempo para pensar. Porque solo cuando bajamos el volumen del mundo digital, podemos volver a escuchar lo que realmente importa: nuestra voz interior.
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