Un presidente honesto y reformador. Así quiere ser recordado Luis Abinader. Hasta ahora la primera aspiración aparenta tener sustento, él refleja honestidad y existe esa percepción, pero para llegar a conclusiones firmes hay que esperar para ver por dónde soplan los vientos de sus compromisos personales y partidarios.
De todos modos, un presidente honesto no es equivalente a un gobierno con igual característica. ¿Recuerdan la clásica expresión balaguerista “la corrupción se detiene en la puerta de mi despacho?”.
Esa proclama no fue una ocurrencia de coyuntura o un bajadero para salir de un apuro ante presiones de la prensa. Balaguer sabía que el Estado es un leviatán, un monstruo con muchas cabezas y que aun aplicando un sistema de consecuencias no se evitan los escapes, la astucia ni las habilidades para robar y solapar.
Parecería pesimista el enfoque, pero yo confiaría en la construcción de un gobierno con estructuras éticas si los partidos políticos, las bases de apoyo, fuesen instituciones no orientadas al rentismo y como en esas instancias no ha habido reforma alguna, pesa mucho la tendencia creada por el hambre de haber estado 16 años fuera del poder.
La lucha de Abinader contra las apetencias personales y la concepción del Estado como piñata tendrá que ser titánica, firme, sin ignorar que la soledad del poder le podrá llegar prematuramente, las plataformas de apoyo se le pueden debilitar y el disgusto de los corruptos curtidos y en ciernes le puede hacer perder el sueño.
El panorama se complicará para trabajar la narrativa de la honestidad con hechos si el presidente piensa reelegirse, pues ni soñar que podrá lograrlo contra la insatisfacciones de la clientela, que cada día genera más presiones en busca de empleos o canonjías, como contraprestación por “los aportes” en campaña.
Respecto a la recordación como un presidente reformador, Abinader todavía está a tiempo de crear soporte a esa aspiración. Es mejor hacer los grandes cambios al principio, sin perder tiempo en formación de comisiones ni en diagnósticos de realidades que se conocen. Ejecutar reformas más adelante, cuando asome el desgaste, puede ser muy complicado y el costo político extremadamente alto. La pandemia es, en ciertos casos fundamentales, una excusa barata para no reformar.
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