En estos días en que el debate sobre el Presupuesto General del Estado parece cerrado y sentenciado, no puedo evitar sentir un nudo en la garganta. No hablo sólo como municipalista, hablo como alguien que ha recorrido barrios, parajes y distritos donde la vida cotidiana depende, casi por completo, de lo que hagan o dejen de hacer los gobiernos locales. Y lo digo con plena responsabilidad, pues estamos ignorando el corazón del desarrollo nacional.
Por más que se intente disfrazar, todos sabemos que el cumplimiento de la ley que asigna los recursos municipales ha sido, durante décadas, una promesa vacía. A los ayuntamientos se les reconoce una responsabilidad inmensa, pero se les entrega apenas una fracción mínima de lo que les toca por ley. No es un simple desbalance, es una desproporción que ronda el absurdo. ¿Cómo puede exigirse gestión de calidad si el financiamiento municipal se mantiene preso en un 20% de lo establecido? ¿Cómo pedir planificación, innovación y respuesta oportuna si se opera con presupuestos que no alcanzan ni para lo esencial?
El país ya no vive en tiempos de baja exigencia ni en aquella complacencia de décadas pasadas. Estamos en una etapa donde la ciudadanía es más crítica, más observadora y más firme en sus demandas, accesibilidad universal, servicios transparentes, ciudades inclusivas, tecnología aplicada a la gestión, sistemas modernos de manejo de residuos, ordenamiento territorial riguroso, espacios públicos seguros y un entorno donde todos puedan vivir con dignidad. Todo esto descansa, casi íntegramente, sobre las municipalidades. La ley así lo define, y la realidad así lo confirma.
Sin embargo, lo que pocas veces se menciona es el drama humano que existe detrás del funcionamiento municipal. Quienes madrugan para limpiar las calles, quienes vigilan parques, supervisan obras, trabajan en ornato, inspección, movilidad, catastro o administración, reciben sueldos que no representan ni el mínimo de justicia. Son empleados que sostienen la ciudad con esfuerzo físico y emocional, pero que no poseen un salario digno ni una protección social adecuada. No hablamos de una queja aislada, hablamos de un problema estructural que lleva años enterrado bajo la indiferencia colectiva.
Hace poco, en un espacio televisivo, un comunicador lanzó una pregunta que, por su crudeza, aún me sigue resonando: «¿Por qué los alcaldes no se plantan con firmeza para exigir lo que les corresponde?». La interrogante es válida, y mi respuesta también es dura: porque existe una estructura de poder que ha sabido mantenerlos en un equilibrio frágil. Les entregan pequeñas ayudas para manejar crisis puntuales, evitando que la presión social desborde los territorios, pero nunca lo suficiente para transformar de verdad sus municipios. Ese mecanismo los convierte, simultáneamente, en víctimas y en partícipes de un círculo que ya no puede sostenerse.
El problema de fondo es que todos ven el presupuesto desde arriba, desde la gran maquinaria nacional, desde las urgencias del Estado central. Pero casi nadie lo mira desde abajo, desde las calles donde vive la gente, desde los territorios donde se manifiestan los problemas reales y donde puede comenzar la solución verdadera. El país no se construye desde los escritorios. Se construye desde el territorio.
Por eso, este llamado no es retórico ni emotivo; es un reclamo justo. La ley municipal no es negociable ni opcional. Cumplirla no es un gesto de buena voluntad, es una responsabilidad institucional y una condición indispensable para avanzar hacia un Estado moderno, justo y funcional.
Porque lo diré una vez más, con la convicción que dan los años trabajando estos temas: sin municipios robustos, no hay nación que avance. Y mientras la justicia presupuestaria siga siendo postergada, estaremos condenando a los gobiernos locales a sobrevivir, cuando lo que necesitamos es que lideren el desarrollo.



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