En los últimos años, el phubbing —ignorar a alguien físicamente presente para atender el teléfono móvil— se ha convertido en un fenómeno cotidiano. Lo vemos en cafeterías, en reuniones de trabajo, en cenas familiares y, con especial frecuencia, en las consultas psicológicas. Al consultorio llegan jóvenes y adultos que describen una especie de «distancia emocional silenciosa» que comenzó cuando los dispositivos empezaron a ocupar un lugar prioritario en sus interacciones.
En mi consulta, he podido observar que este hábito no solo deteriora la calidad del vínculo interpersonal, sino que también erosiona la percepción de seguridad afectiva. Algunos consultantes expresan que, cuando la otra persona baja la mirada hacia la pantalla en medio de una conversación, sienten que su presencia queda relegada a un segundo plano. Esa sensación activa mecanismos emocionales vinculados a la incertidumbre, la comparación constante y la hiperexigencia, aspectos que varias obras contemporáneas sobre neuropsicología y bienestar han descrito como centrales en la vulnerabilidad del cerebro humano.
Esta desconexión digital no ocurre por falta de interés consciente, sino por el secuestro atencional que provocan ciertas aplicaciones. En algunos estudios se ha señalado que la mente, al quedar sometida a estímulos permanentes y recompensas rápidas, entra en un estado de sobreexcitación que limita la reflexión, debilita la capacidad de presencia y refuerza la impulsividad. Como señalan investigaciones recientes sobre neuroplasticidad y estrés, una atención fragmentada compromete la función del sistema prefrontal, afectando la regulación emocional y la toma de decisiones.
He podido observar que algunos consultantes experimentan un círculo vicioso: cuanto más frustración sienten en sus relaciones por la falta de conexión genuina, más recurren al teléfono para aliviar la ansiedad, reforzando sin querer el aislamiento emocional. Esta dinámica afecta especialmente a parejas y familias. No es raro que, en medio de una discusión o un momento íntimo, uno de ellos «escape» a la pantalla para evitar el malestar, sin embargo, esa huida solo profundiza las grietas en el vínculo.
Desde la perspectiva clínica, combatir el phubbing requiere recuperar la presencia plena y el contacto humano como herramientas terapéuticas naturales. En mi práctica, suelo recomendar pequeños rituales: una regla de «mesa libre de pantallas», acuerdos breves de atención plena durante conversaciones difíciles o momentos concretos del día dedicados exclusivamente a la conexión interpersonal. Estas estrategias se apoyan en evidencias que muestran cómo la mente recupera su armonía cuando se le permite reposar, concentrarse y atender sin dispersión.
Algunos textos sobre bienestar emocional han subrayado que el ser humano necesita sentirse visto para experimentar calma interna. Esa mirada mutua —no digital, no interrumpida— estimula circuitos cerebrales relacionados con la confianza, la empatía y el sentimiento de pertenencia. Cuando el dispositivo irrumpe constantemente, se rompe ese puente invisible que sostiene el encuentro humano.
En última instancia, el phubbing es un síntoma de un malestar más amplio: el desafío moderno de vivir en un mundo saturado de estímulos sin perder la capacidad de conexión profunda. Recuperar la atención, ralentizar el ritmo y priorizar los vínculos no solo fortalece las relaciones, sino que también protege la salud mental. Y aunque la tecnología llegó para quedarse, todavía tenemos la posibilidad —y la responsabilidad— de decidir cuándo mirar a la pantalla y cuándo mirar a los ojos.





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