En un mundo que constantemente nos lanza estímulos, exigencias y urgencias, el ser humano conserva un espacio de libertad inviolable: la capacidad de elegir. Puede parecer una afirmación simple, pero cuando se comprende en profundidad, transforma vidas. Elegir no es solo decidir entre blanco o negro; es, en muchos casos, tomar postura frente al dolor, a la adversidad o a los propios pensamientos. Elegir, cuando todo parece fuera de control, es el acto más poderoso y valiente del que somos capaces.
En el consultorio, he podido observar que muchas personas llegan convencidas de que no tienen alternativas. «No puedo dejar este trabajo», «no tengo opción más que aguantar esta relación», «no me queda más que vivir así». Y, sin embargo, al explorar más a fondo, descubrimos juntos que, en cada situación, por difícil que sea, hay márgenes de decisión: elegir cómo interpretar lo que ocurre, cómo reaccionar, qué actitud tomar o a qué darle valor.
Uno de los descubrimientos más potentes de las neurociencias es que el cerebro no distingue, en términos de activación, entre una experiencia real y una imaginada intensamente. Esto significa que lo que pensamos afecta directamente a cómo nos sentimos y a cómo actúa nuestro cuerpo. Y esos pensamientos —aunque condicionados por la historia personal, el entorno o incluso la biología— también pueden elegirse. Reentrenar la mente para enfocarse en lo que sí se puede hacer, en lugar de en lo que se ha perdido, no es negación: es salud mental.
Al consultorio llegan con frecuencia personas atrapadas en bucles de pensamientos negativos. Creen que lo que piensan es lo que «es». Pero cuando se les invita a observar esos pensamientos desde una mirada más compasiva y flexible, y a elegir otros más funcionales, se abren caminos antes invisibles. No se trata de adoptar un optimismo ingenuo, sino de ejercer la libertad interior de dirigir la atención hacia lo que fortalece en lugar de lo que desgasta.
Este poder de elección no es algo teórico. Tiene efectos fisiológicos. Elegir conscientemente detener un pensamiento catastrófico o culposo y cambiarlo por uno más centrado, más realista o más amoroso, reduce la activación del sistema de estrés y permite al cuerpo volver a estados de mayor equilibrio. A eso se le llama autorregulación emocional, y es una habilidad que se puede entrenar.
He observado que quienes mejor se recuperan de una pérdida, una ruptura o una enfermedad no son necesariamente quienes tienen menos dificultades, sino quienes eligen no instalarse en la queja o el rol de víctima. Eligen encontrar sentido en la experiencia. Eligen pedir ayuda. Eligen cambiar el enfoque. Y en esa elección, activan recursos internos que antes parecían dormidos.
El poder elegir también implica responsabilizarse de uno mismo. Es más cómodo, muchas veces, atribuir el malestar al afuera, al pasado o a otros. Pero la libertad verdadera aparece cuando uno asume que no puede controlar todo lo que sucede, pero sí puede decidir qué hacer con eso. Y esa decisión, muchas veces silenciosa e íntima, puede marcar la diferencia entre el estancamiento y el crecimiento.
Elegir implica renuncias, sí. Pero también implica empoderamiento. Es decirle al cerebro: «Yo mando». Y ese mensaje, repetido con coherencia y compasión, reconfigura no sólo los pensamientos, sino los hábitos, las relaciones y la identidad.
Poder elegir es tu superpoder. Porque no siempre se puede cambiar la realidad, pero siempre se puede elegir cómo mirarla, cómo transitarla y con qué actitud enfrentarla. Y en esa elección constante, cotidiana, silenciosa, se va construyendo una vida más libre y más plena.
«Si yo cambio, todo cambia».





Comentarios