En un mundo que nos exige estar siempre disponibles, productivos y resolutivos, pocas veces nos detenemos a preguntarnos: ¿qué me está cargando de energía y qué me la está drenando? Esta pregunta, tan sencilla en apariencia, es en realidad una herramienta poderosa de autoconocimiento y cuidado emocional.
En el consultorio, he observado que muchos de los estados de ansiedad, cansancio extremo o incluso síntomas físicos sin causa médica clara, tienen una raíz común: una desconexión profunda con las propias necesidades emocionales. Las personas no saben por qué están tan cansadas, tan irascibles, o tan apagadas… hasta que empezamos a mirar con detalle su día a día.
Hay actividades, personas, pensamientos y entornos que nos cargan —nos devuelven claridad, entusiasmo, vitalidad— y otros que nos descargan —nos restan, nos apagan, nos contaminan emocionalmente. Aprender a reconocer esa diferencia puede marcar la línea entre el desgaste crónico y una vida en equilibrio.
Desde la neurociencia, se sabe que el cuerpo y la mente están en constante interacción. Cada estímulo genera una respuesta bioquímica: una conversación que nos inspira puede activar neurotransmisores como la dopamina o la oxitocina, que elevan nuestro bienestar; en cambio, una interacción cargada de juicio o tensión puede activar el cortisol, la hormona del estrés. No se trata de una cuestión subjetiva o «emocional» en el sentido débil del término: es simplemente biología en acción.
Uno de los ejercicios terapéuticos que más utilizo con pacientes es el «mapa energético». Consiste en registrar durante varios días qué actividades generan sensación de expansión (ganas de más, alegría, calma) y cuáles provocan contracción (cansancio, irritabilidad, angustia). Sorprende la cantidad de veces que lo que «debería gustarme» en realidad me desgasta, y lo que «no parece importante» es lo que más me nutre.

Un patrón común que observo es el de personas que viven para complacer: siempre disponibles, siempre resolviendo problemas ajenos, siempre diciendo que sí. Este tipo de comportamiento, aunque aparentemente altruista, suele esconder una dificultad para poner límites. Y los límites no son muros: son puertas con cerradura. Son la forma de proteger aquello que nos carga sin culpa.
También es fundamental revisar el diálogo interno. Hay pensamientos que elevan y pensamientos que drenan. Frases como «no soy suficiente», «tengo que hacerlo perfecto» o «no puedo fallar» generan una activación constante del sistema de alerta, lo que a largo plazo desgasta el sistema nervioso. Aprender a hablarnos con compasión, a permitirnos pausas y a reconocer nuestros límites es tan importante como comer bien o dormir.
Por otro lado, no se trata de evitar todo lo que nos descarga, porque hay situaciones inevitables. El punto clave es desarrollar la capacidad de autorregulación: saber detectar cuándo estamos bajando de energía, y tener recursos para recuperarnos. Eso puede incluir desde prácticas de respiración consciente, movimiento físico, contacto con la naturaleza, hasta una conversación con alguien que nos escuche sin juzgar.
Curiosamente, muchas veces lo que más nos recarga no es algo espectacular, sino lo sencillo: un rato sin móvil, una risa genuina, una canción que nos conecta con nosotros mismos, el silencio. Volver a lo esencial es una de las formas más profundas de autocuidado. Saber qué nos carga y qué nos descarga no es un lujo, es una necesidad. Porque cuando vivimos ignorando nuestras señales internas, el cuerpo termina gritando lo que el alma susurró durante años. Y cuando aprendemos a escucharnos, descubrimos que no todo lo que pesa es nuestro, y que podemos soltar sin culpa.
Quizás la clave no está en hacer más, sino en hacer mejor. Y eso empieza por saber qué, quién y cómo nos da energía… y qué, quién y cómo nos la quita.
¿Y tú? ¿Te has preguntado hoy si lo que estás haciendo te enciende… o te apaga?
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