La Ley 225-20 sobre Gestión Integral y Coprocesamiento de Residuos Sólidos no deja margen a la ambigüedad. Desde su articulado inicial hasta los objetivos específicos del Fideicomiso DO Sostenible, establece con claridad que el cambio de paradigma en materia de residuos no será posible sin una transformación cultural profunda, sostenida y estructurada. Esa transformación solo puede lograrse a través de la educación ambiental y la participación ciudadana. Sin embargo, aunque la ley lo prevé y el fideicomiso lo contempla como un eje de acción financiable, la realidad es que el componente educativo continúa siendo el eslabón más débil de todo el sistema.
El objetivo número 4 del Fideicomiso, tal como lo establece la ley y su reglamento, señala expresamente que este debe realizar aportes a personas jurídicas o entidades que desarrollen, entre otras actividades, campañas educativas. Esta disposición coloca la educación al mismo nivel de importancia que los rellenos sanitarios, plantas de valorización y cadenas logísticas, lo cual no es un detalle menor. Significa que la formación de conciencia ciudadana no es un complemento, sino una herramienta estructural para el éxito de cualquier política pública en esta materia.
Pese a esto, el diseño e implementación de programas educativos sistemáticos en torno a la gestión de residuos sigue ausente o disperso. Lo que predominan son acciones puntuales, efímeras, sin seguimiento ni evaluación, y casi siempre ejecutadas desde una lógica publicitaria antes que pedagógica. Mientras se construyen infraestructuras y se recaudan millones en contribuciones fiscales, los hogares, las escuelas, los barrios y las pequeñas empresas continúan sin orientación clara sobre cómo cumplir su rol dentro del nuevo modelo de gestión.
El marco legal es generoso en mandatos. La ley dispone campañas permanentes, además, establece la integración curricular en todos los niveles educativos, y coloca la educación como uno de los principios rectores de toda la política de residuos. A eso se suma que el fideicomiso, con recursos millonarios recaudados vía DGII, está facultado para financiar dichas campañas. Sin embargo, en los informes públicos y en la ejecución financiera reportada, el componente educativo rara vez figura con la prioridad que el propio ordenamiento legal le asigna.
Desde una mirada propositiva, es urgente establecer un programa nacional de educación en residuos sólidos, con una estrategia clara, metas cuantificables y financiamiento asegurado por el fideicomiso. Este programa debe ser transversal, articulado con el Ministerio de Educación, con los gobiernos locales y con las organizaciones sociales. No se trata de repartir volantes ni de hacer actividades simbólicas en fechas ambientales. Se trata de formar ciudadanía responsable, desde la niñez hasta la adultez, con contenido técnico adecuado, lenguaje cercano y mecanismos de participación real.
Para lograrlo, se requiere también un compromiso más firme de las autoridades locales, que pueden convertirse en aliados naturales de este proceso, promoviendo campañas comunitarias, programas escolares, ferias barriales y espacios de aprendizaje ciudadano en coordinación con el fideicomiso. Las alcaldías, al ser la puerta de entrada del ciudadano al sistema de gestión de residuos, deben asumir un rol activo en la transformación cultural que demanda esta ley. Fortalecerlas en esta misión es clave.
Además, se debe exigir al fideicomiso un esquema transparente de convocatorias públicas para que universidades, ONG, juntas de vecinos, centros comunitarios y asociaciones puedan acceder a fondos específicos para desarrollar procesos formativos alineados con la ley. La educación debe dejar de ser la gran olvidada, para convertirse en la columna vertebral del cambio que se busca.
Si queremos una República Dominicana limpia, resiliente y ambientalmente responsable, no basta con sancionar ni con construir infraestructuras. Hay que educar. Hay que formar. Hay que transformar conductas. Y esa transformación comienza, y termina, con la gente. Todo lo demás es parche.
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