30/07/2025
Crónicas del Alma

La actual confusión entre placer y felicidad

Los tiempos actuales son cada vez más acelerados, hiperconectados y enfocados en la inmediatez, se ha instaurado una peligrosa confusión entre placer y felicidad. Lo que antes se consideraba una emoción fugaz, hoy se presenta como un objetivo vital. Sin embargo, mientras el placer es pasajero, la felicidad se construye, mientras el primero depende de estímulos externos, la segunda brota desde dentro. Entender esta diferencia se ha convertido en un desafío urgente en el terreno de la salud mental.

El placer es inmediato, estimulante y muchas veces adictivo. Viene del «tomar», del consumo, del reconocimiento social, del éxito profesional, de la comida, de las redes sociales o de una experiencia sensorial intensa. Sin embargo, su duración es corta y su efecto, efímero. Por el contrario, la felicidad auténtica viene del «dar», es un estado de calma interior, una sensación de plenitud sostenida en el tiempo, que no depende tanto de lo que ocurre afuera, sino de cómo se interpreta y se vive lo que ocurre.

La neurociencia ha aportado una visión reveladora sobre esta diferencia. El placer activa el sistema dopaminérgico, una red cerebral que responde al deseo, la recompensa y la motivación inmediata. Es el mismo sistema que se activa con las adicciones. Por eso, cuanto más se busca el placer como forma de llenar un vacío emocional, más se necesita, en un ciclo que nunca sacia del todo. La felicidad, en cambio, está más vinculada a la serotonina, relacionada con el equilibrio emocional, la estabilidad y el bienestar duradero.

Este error de enfoque tiene consecuencias profundas. Hoy vemos a personas atrapadas en una carrera sin fin por acumular experiencias placenteras, como si fueran sinónimos de una vida plena. Pero el resultado suele ser el contrario: ansiedad, frustración, sensación de vacío. Porque cuanto más se persigue el placer como fin último, más se posterga el contacto con uno mismo, con los valores, con el propósito.

El problema radica en que el placer, cuando es constante y no está equilibrado con momentos de introspección y sentido, desregula el sistema nervioso. Vivir en constante estimulación deja poco espacio para la pausa, la reflexión, el aburrimiento creativo o la conexión genuina. Nos volvemos dependientes del «más»: más estímulos, más validación, más entretenimiento. Y sin darnos cuenta, se crea un umbral de tolerancia que exige experiencias cada vez más intensas para sentir lo mismo.

La felicidad no se encuentra en la acumulación de momentos intensos, sino en la calidad de las relaciones, en la coherencia entre lo que se piensa, se siente y se hace, y en la capacidad de afrontar la vida con resiliencia y el altruismo. La felicidad auténtica no se grita, se respira. No siempre se nota en redes sociales, pero se siente en el cuerpo cuando hay paz, cuando uno duerme bien, cuando los pensamientos no son enemigos, sino aliados.

El gran malentendido actual está alimentado también por el modelo de consumo y la cultura digital. Nos enseñan que la vida perfecta es la que se muestra en fotos editadas, en viajes constantes, en cuerpos moldeados, en logros profesionales expuestos públicamente. Pero muchas veces, detrás de esas imágenes se esconden historias de agotamiento, comparación constante y desconexión interna.

Lo paradójico es que cuanto más se persigue el placer como sinónimo de felicidad, más se aleja uno de ella. Porque la felicidad se cultiva en el silencio, en la constancia, en los vínculos reales, en la gratitud cotidiana. No es una explosión de fuegos artificiales, sino una vela encendida que acompaña incluso en la oscuridad.

Reaprender la diferencia entre placer y felicidad es un acto de madurez emocional. Es aceptar que no todo lo que se siente bien en el momento construye bienestar a largo plazo. Que muchas veces lo que realmente sana, lo que transforma, no es lo más fácil ni lo más inmediato. Requiere paciencia, autoconocimiento, límites y decisiones alineadas con los propios valores.

Es urgente devolverle valor a lo simple, a lo profundo, a lo verdadero. Comprender que está bien disfrutar del placer, pero que no se puede construir una vida solo sobre él. Porque cuando el placer se convierte en meta y no en complemento, la felicidad se disuelve como un espejismo. Y en ese espejismo, se pierde lo más valioso: la conexión con uno mismo. La felicidad, al final, no es perseguir una emoción, sino construir un sentido. Creo que el filósofo Epicteto lo explica de forma magistral: «El placer es el comienzo y el fin de una vida feliz, dicen algunos. Pero yo digo: el placer es una trampa que esclaviza a quien lo persigue sin razón».

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