El rescate del espacio público se ha venido desarrollando de manera cada vez más visible en los últimos meses. Algunas veces a buen ritmo, otras con pausas evidentes, pero hay que reconocer que, en términos generales, la acción ha sido constante. En una ciudad como la nuestra, donde por décadas el desorden ha sido normalizado, ese sólo hecho ya representa un avance. Pero también hay que decirlo con franqueza: todavía falta mucho, y lo que tenemos por delante no es tarea sencilla.
Los niveles de caos acumulado en nuestros barrios, avenidas y centros urbanos son tan profundos que a veces uno siente que esta lucha se asemeja a la de David contra Goliat. Y no es una exageración. Años y años de permisividad, clientelismo político, falta de autoridad y una ciudadanía que aprendió a resolver sus problemas de forma individual y no colectiva han terminado por erosionar gravemente la noción misma de lo público.
En este contexto, el espacio público fue visto durante mucho tiempo como una especie de tierra de nadie, donde quien llegara primero tenía derecho a apropiarse de él. Desde un colmado que extiende su toldo hasta ocupar toda la acera, hasta el ciudadano que coloca conos, piedras o bloques frente a su casa para “reservarse” un parqueo. Cada quien ha hecho lo suyo, sin reparar en que ese metro cuadrado invadido es parte de algo mayor: una ciudad que pertenece a todos.
Pero hay un punto específico donde creo que la situación se ha salido por completo de control y donde urge tomar decisiones firmes y valientes: los barrios cuyas calles están atestadas de vehículos parqueados a ambos lados. Esto, que antes únicamente se veía en zonas de alta densidad como algunos sectores del centro histórico o comerciales, se ha ido expandiendo a todos los rincones de la ciudad, en especial en aquellos sectores tradicionales que han sido “colonizados” por el auge de la construcción vertical.
En estos barrios, muchas veces construidos con calles estrechas y pensadas para viviendas unifamiliares, ahora florecen torres y condominios que duplican o triplican la cantidad de personas y vehículos por manzana, sin que exista una solución real de parqueo. ¿El resultado? Calles imposibles de transitar, aceras completamente ocupadas, y una sensación de hacinamiento urbano que no se resuelve con más pintura en las paredes, sino con decisiones estructurales.
Una de esas decisiones, que no puede seguir posponiéndose, es la implementación urgente de pares viales en esos sectores. No hay otra forma de garantizar la movilidad y la convivencia en entornos donde los vehículos literalmente compiten por cada centímetro de calle. Pero el par vial no es simplemente cambiar el sentido de una calle; requiere planificación, diálogo con la comunidad, y sobre todo, voluntad de hacer cumplir las reglas.
Los ayuntamientos deben jugar un rol más activo en este tema. No puede ser que se autoricen construcciones sin exigir soluciones reales de parqueo, ni que las juntas de vecinos queden abandonadas en la tarea de ordenar su entorno. La Dirección General de Tránsito y Transporte Terrestre (DIGESETT), el Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre (INTRANT) y las alcaldías tienen que sentarse en una misma mesa, trazar mapas de prioridades y comenzar a actuar. No hay otra salida.
Recuperar el espacio público no es sólo cuestión de estética o de orden visual. Es un tema de seguridad, de calidad de vida, de salud mental incluso. Una ciudad donde caminar sea una experiencia incómoda o peligrosa está condenada a perpetuar la desigualdad, porque quien no puede pagar por moverse cómodamente en vehículo privado queda marginado del sistema.
Y sobre todo, el espacio público es el gran igualador democrático: la acera no tiene dueño, la calle es de todos, el parque debe estar accesible para el niño del barrio popular igual que para el residente del sector exclusivo. Defender ese espacio es, en el fondo, defender nuestra idea de comunidad.
Sé que no es fácil. Sé que hay intereses creados, apatía ciudadana y mucha resistencia al cambio. Pero también sé que David venció a Goliat no porque fuera más fuerte, sino porque fue más valiente. Y eso es exactamente lo que necesita nuestra ciudad: valentía institucional y valentía ciudadana.
Porque al final del día, o rescatamos lo que es de todos… o lo perdemos para siempre.
Comentarios