Cada noche, cuando los padres creen que sus hijos están durmiendo, miles de adolescentes permanecen despiertos, pegados a la pantalla del móvil, en una práctica que se ha convertido en una tendencia preocupante: el vamping. El término combina «vampiro» con texting, y hace referencia al hábito de quedarse despierto hasta altas horas de la madrugada utilizando dispositivos electrónicos. Lo que parece una costumbre inofensiva tiene, sin embargo, implicaciones profundas en la salud mental y física de los jóvenes.
En mi consulta, es cada vez más frecuente recibir a padres angustiados porque sus hijos se muestran irritables, tristes o desmotivados. Cuando se indaga en los hábitos del adolescente, aparece un patrón común: uso intensivo del móvil por la noche, especialmente en redes sociales, chats o videojuegos. Lo preocupante no es solo la falta de sueño, sino el tipo de estimulación a la que están expuestos en un momento del día donde el cerebro necesita entrar en reposo.
Desde un enfoque neuropsicológico, el impacto del vamping va mucho más allá del cansancio. El sueño es el momento donde el cerebro consolida la memoria, procesa emociones y regula funciones hormonales esenciales. Dormir mal o menos de lo necesario en la adolescencia interfiere directamente con la estabilidad emocional, el rendimiento escolar y la capacidad para tomar decisiones. Incluso se ha observado que la alteración del sueño puede amplificar síntomas de ansiedad, irritabilidad y depresión.
He podido observar que muchos adolescentes usan la noche como refugio emocional. Es el único momento del día donde no sienten presión académica, ni vigilancia adulta, y encuentran en la pantalla una vía de escape. Sin embargo, esa conexión digital les mantiene en un estado de alerta constante, impidiendo el descanso profundo. Además, el contenido que consumen o las interacciones sociales a través de redes no siempre son positivas. Comentarios hirientes, comparaciones y exposición a estímulos negativos suelen incrementar el malestar emocional.
Al consultorio llegan también jóvenes que se sienten atrapados en esta dinámica: saben que necesitan dormir, pero temen «desconectarse» por la ansiedad de quedarse fuera de conversaciones o dinámicas sociales que ocurren a través del móvil. En algunos casos, el vamping se convierte en un síntoma de una relación más profunda con el miedo a la soledad, a la exclusión o a enfrentar el silencio emocional del final del día.
Desde el punto de vista terapéutico, no se trata de imponer normas rígidas, sino de acompañar a los adolescentes a desarrollar conciencia sobre el impacto de sus hábitos. Enseñarles cómo la higiene del sueño repercute directamente en su estado de ánimo, su memoria y su energía es más efectivo que prohibir el uso del móvil. La clave está en educar emocionalmente: ¿qué está buscando ese joven cuando se queda conectado de madrugada? ¿Qué necesidad emocional no está siendo atendida durante el día?
También es fundamental que los adultos den ejemplo. Muchos padres, al igual que sus hijos, se acuestan mirando el móvil, respondiendo correos o navegando por redes. La coherencia es esencial: si se desea promover un ambiente familiar donde el descanso se respete, debe comenzar por los propios hábitos. Crear rutinas familiares donde al menos 30 minutos antes de dormir se apague la estimulación digital puede marcar una gran diferencia.
El vamping no es solo una moda adolescente. Es un síntoma de una sociedad hiperconectada que ha perdido el sentido del descanso, del silencio y de la desconexión saludable. Y si bien la tecnología ha llegado para quedarse, también es posible aprender a convivir con ella de forma consciente.
Acompañar a los jóvenes en este proceso no solo es una responsabilidad, sino una oportunidad. Una invitación a reconectar con lo más básico y a la vez más olvidado: el poder restaurador del sueño, la importancia de la calma y el valor de estar presentes, más allá de las pantallas.
¿Y si empezamos hoy por preguntarnos cómo estamos durmiendo… y por qué no logramos apagar del todo la luz interior cuando cae la noche? Tal vez ahí, en esa pregunta, comience la verdadera higiene emocional.
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