Para poder hacer reír se requiere un don con el que se nace, y se cultiva intelectualmente y se nutre de las vicisitudes que experimenta el humorista en su entorno natural. Dígase el barrio, desde donde proceden la mayoría de los comediantes de República Dominicana, de orígenes humildes, cuya carencia material enriquece sus repertorios.
Esa es la materia prima del comediante dominicano, es su esencia para producir e hilvanar historias hilarantes que primero cuentan en sus círculos íntimos antes de irrumpir en los medios; luego en la televisión y posteriormente en los shows cotidianos. De ahí vienen Raymond Pozo y Miguel Cépedes, herederos indiscutibles –en parte, no del todo, en trascendencia, aunque sí en popularidad– de la generación que lideraron los Freddy Beras, Cuquín, Boruga, Roberto Salcedo.
Treinta años después, coronados como los reyes del humor, con una trayectoria admirable de un trepidante recorrido sostenido y exitoso en la televisión, el cine y los escenarios, Raymond y Miguel venían acariciando una idea que les martillaba la cabeza desde hace tiempo: presentarse en la prestigiosa sala Carlos Piantini del Teatro Nacional Eduardo Brito.
No habían podido cerrar ese ciclo, hasta la noche del pasado sábado. Los humoristas soñaban no solo con presentarse en la sala de más prestigio de República Dominicana, también anhelaban tener éxito, salir por la puerta grande y se enfrascaron en una producción que en el papel debía garantizarle todo aquello a lo que aspiraban.
En la ecuación entró el empresario César Suárez Jr., que no suele producir espectáculos con talentos de la República. Y con su sí, Raymond y Miguel marcharon de su primera reunión, aliviados. Con la esperanza a cuesta y el reloj contando la cuenta regresiva. Waddys Jáquez asumió la producción artística y así se completaban las fichas para una partida que prometía un espectáculo como venían soñando los comediantes que en los años de los 90 saltaron a la fama en el programa «La opción de las 12» de Telemicro.
Waddys no tuvo que esforzarse mucho para contar en esencia sus respectivas trayectorias, que es solo una, indivisible. Raymond y Miguel es lo mismo al derecho y al revés. Todo comenzó con un video que muestra dos niños de orígenes humildes, uno con una caja de limpiabotas y el otro con una lata de maní. Irrumpen en escena y es el punto de partida de la apuesta: tres décadas en un repaso resumido de sus personajes emblemáticos y otros un poco más contemporáneos.
En la parte inicial, los humoristas apelan con efectividad a los cuentos inspirados en sus experiencias personales. La vida en matrimonio, en tiempos de carencia –como decíamos– a esas anécdotas con las que se identifica el pueblo, muchísima gente que se refleja en ellos. Funcionó antes y al dúo de comediantes les sigue funcionando.
Se esperaba la participación de algunos humoristas de su generación, de la época de Telemicro, pero Raymond y Miguel marcaron distancia profesional de esos entornos, desde donde provino Cheddy García, la excepción de la regla. Un número innecesario en el que se le vio a los tres desarticulados, perdidos en el guion, dejando en escena a la mamá del humor en un segmento musical vacilante. Kenny Grullón, un invitado doblemente sorpresivo –se desconoce un vínculo artístico cercano a los humoristas– apuntaló esa atmósfera gris que antecedió la participación de Cheddy.
Salvo esos dos momentos, Raymond y Miguel ofrecieron un espectáculo vibrante, apoyados en una producción limpia, con una estética a la altura de un Teatro Nacional que en lo adelante debe ser un ámbito frecuente para ambos. Mitad por mitad, «Se vale soñar» permite que cada uno tenga su momento, su espacio merecido para poder satisfacer un público que ríe a partes iguales con sus respectivas representaciones.
Una puesta en escena como probablemente nunca antes habían tenido. Un equipo de profesionales comandados por César Suárez Jr. al que muchos otros artistas de República Dominicana quisieran tener más a menudo al frente de sus espectáculos. Waddys Jáquez sigue dando en la diana, un talento que proviene del teatro –el más puro de este arte– que ha ido afinando y puliendo un diamante creativo que nunca estuvo en bruto.
Raymond Pozo y Miguel Céspedes ya no tienen nada qué demostrar. Mostraron la noche del sábado que la tienen difícil aquellos que vienen detrás. No ha sido un recorrido sin fracasos, porque de ellos se nutre el éxito que hoy le sonríe a sus carreras. «Se vale soñar» era una tarea pendiente, un escenario impensable en aquellos años de sus inicios. Y con toda una vida por delante, entregados en alma y cuerpo al oficio, es probable que anoche se sintieran realizados que fueron a la cama, para soñar con lo próximo. En el futuro, tan sólo tendrán que reinventarse, lo demás se les dará por descontado.
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