Gobernar responsablemente es una tarea muy difícil, atosigante, tensa, que requiere temple, entrega, concentración, sacrificio personal y familiar, aunque es compensada con las mieles propias del poder, las fascinaciones de las principalías en todos los escenarios y el boleto para cruzar, bien o mal, hacia las páginas de la historia.
Es probable que esas retribuciones sean –por encima de la oblación– la seducción para que muchos de nuestros gobernantes se vean tentados a prolongarse, a veces derribando la barrera de la prudencia, en el solio presidencial.
Pero el ejercicio de gobernar arrastra otros elementos colaterales que deseo tocar en esta columna: la ceguera y la sordera y no me refiero a patologías o a discapacidades físicas. ¿Qué es la pérdida de visión en el marco del poder? Es el envanecimiento, la mirada tubular, la creencia fanática en que todo anda bien, la exposición de “las grandes” realizaciones y el solapamiento de las falencias.
En la conformación de esta ceguera juegan un rol de primer orden los aduladores curtidos en la práctica de babosear para retener cuotas de poder a través de los puestos públicos. Son especialistas en dibujar paraísos y en tratar que los presidentes compren sus historias fatásticas.
Amantes de los superlativos, los elogios a raudales y el limpiasaquismo, alteran informes, maquillan números, presentan resultados forzados y se sienten triunfadores cuando ponen a los mandatarios a mentir ante las cámaras legislativas y el país.
La sordera aparece cuando el gobernante quita el oído del corazón del pueblo y se dedica a consumir solamente reportes habilidosos de quienes introducen en sus oídos simplemente lo que desea escuchar, especialmente si se trata de lo bien que va el país.
Un buen presidente está obligado a contar con altos niveles de criticidad. Confronta, compara, calcula, pide cuenta, llama a la atención y es severo en la exigencia de resultados, sabiendo que en los detalles es que está el demonio.
Sobre todo, un buen gobernante debe someterse periódicamente a un proceso de desintoxicación, rompiendo con la telaraña de la adulación, la trampa de los elogios gratuitos, el cepo de la mentira y el teatro de los farsantes.
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