La iglesia católica francesa, así como la española, aceptaban la esclavitud de los negros africanos, solo que sujeta a reglas en la que fundamentalmente se “reglamentaban los maltratos”, mas no se negaba a que existiese la esclavitud. En ningún caso se excluía la pena de muerte, solo se requería de una justificación para llegar a ella.
Estas reglamentaciones tienen su primera expresión en el código negro de Luis XIV, de Francia en 1685 y la Real Cédula de Carlos IV, de España en 1789, esta última inspirada en el primero.
Las disposiciones contenidas en esos documentos aseguraban el ambiente propicio, para la ejecución del trabajo de evangelización y educación, principal propósito de las congregaciones religiosas, al servicio de la iglesia católica, en ambas colonias.
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Para la parte española de la isla, la Real Cédula de Carlos IV solo significaba hacer algunos ajustes, de tipo social y económico a favor de los esclavos, pues la colonia tenía 281 años de pleno desarrollo en el trabajo pastoral y educativo. Partiendo de que para 1508, ya teníamos establecidas, tanto escuelas como conventos. Además en la colonia española, el modelo productivo no requirió de una esclavitud rígida que limitara esta labor.
En la parte francesa de la isla ocurría totalmente lo contrario. El trabajo pastoral y educativo, en cuanto a los esclavos, no se había iniciado y el criminal drama humano tocaba las fronteras del infierno.
Como muestra, tomamos una ilustración de James. G. Leyburn, de su obra “El pueblo Haitiano”, en la que describe, el trato dado por los dueños de plantaciones a sus esclavos.
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Según este autor norteamericano y apoyándose en relatos de la época, “los plantadores eran en su mayoría crueles, despiadados, hasta perversos algunos de ellos, en el tratamiento de sus esclavos. Azotar a un hombre hasta quitarle la vida, no era un hecho inusitado, ciertos esclavos eran enterrados vivos, las mujeres en cinta eran obligadas a trabajar, que muchas veces le producía el aborto”.
Agrega más adelante: “A cierto esclavo del norte se le clavó por las manos, contra una pared, luego tras permanecer todo el día bajo los abrazadores rayos del sol, se les amputaron las orejas y se las hicieron comer. Una plantadora hizo cortar la lengua a todos sus esclavos. Los castigos y torturas estaban cargados de sadismo, pues los amos, los presenciaban, deleitándose en el dolor que producían».
Este es el cuadro, que precipita los desacuerdos entre los dueños de plantaciones y los sacerdotes jesuitas, que culminó con la expulsión de estos últimos, de la colonia francesa de Santo Domingo.
Pero es el mismo cuadro que explica el origen del profundo odio, engendrado por los negros esclavos, en contra de los blancos.
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El período de incubación, de este sentimiento engendrado en el crimen de la esclavitud tuvo sus inicios, al menos de manera masiva, en La Real Cédula de Zaragoza del 18 de agosto de 1518. Mediante esta, la Casa de Contratación de Sevilla, de España, autorizaba la importación masiva de esclavos negros desde África, para servir de mano de obra en las plantaciones.
La noche del 14 de agosto de 1791, el odio hace estallido cuando habían pasado 273 años, del inicio de ese oprobioso régimen de relaciones. En este tenía un peso determinante, los últimos 100 años de desarrollo de la colonia francesa en Haití.
En una noche lluviosa, sonidos de tambores, una ceremonia vudú, en que las fraternidades convocaban a los lwases y demás espíritus para proteger a cada hombre o mujer esclavo, un capataz de nombre Bouckman, dando brillo al creole, trazó el plan de exterminio con el que los 500,000 negros esclavos de la colonia francesa sellarían su participación en la revolución de independencia haitiana.
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Según Leyburn; “La insurrección de 1791 devolvió, diente por diente y ojo por ojo, a los plantadores todas sus anteriores crueldades. Las ferocidades de ambos bandos eran casi increíbles. Los negros destripaban a los niños y violaban a las mujeres; los blancos les rompían los huesos a los negros que capturaban, les echaban aceite hirviendo en los oídos y los desollaban vivos”.
Al final, todos los hombres, mujeres y niños, blancos murieron a manos de los esclavos sublevados. El número de los que pudieron escapar, de Haití, fue muy reducido.
La sangre que avivaba la llama del odio de los ya proclamados libres y dueños de un Estado independiente fue agotada en Haití, en 1804. En su búsqueda de más sangre, viraron su vista hacia la parte este del territorio de la isla.
Esto provocó que nuestra historia registre dos fechas fatales en nuestras relaciones con Haití: 1801 con Toussaint y 1805 con Dessalines.
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