Uno tiene que ser un real amante del cine para sentarse plácidamente a lo largo de las casi 3 horas de proyección de esta película, y encontrar en sus largas peroratas o en su salvajismo hueco, algún sentido de diversión y/o de consumada realización cinematográfica.
Por mi parte, confieso que lo intenté. Traté una y otra vez de conectar con el film, con sus postulados o con su técnica. Pero es harto difícil coincidir o compartir las rocambolescas teorías y sanguinarias motivaciones del director Quentin Tarantino.
¿Cuál es el propósito de hacer una película como The Hateful Eight? Para empezar el film fue rodado en un formato obsoleto, el 70mm y con lentes ultra panavisión. Como consecuencia, y en contraposición al formato estándar de 35 mm, aquí el cuadre fotográfico es más amplio y la resolución en general de la imagen mucho mayor.
Esto puede apreciarse a plenitud en los primeros quince o veinte minutos de la película, después de allí el uso de dicho formato pierde su valor y sentido por más cercanía y verosimilitud que proporcione a la acción, en virtud de que en primer lugar, más del 90 por ciento del film se desarrolla en un espacio cerrado, y segundo, lo que sucede allí es primero aburrido y repetitivo, y luego en la segunda mitad, aunque lo que sigue enerva y desconcierta, a nadie en realidad divierte o emociona.
En otras palabras, no hay placer alguno en The Hateful Eight, salvo que no sea el que proporciona la belleza agreste y salvaje del invernal entorno. De hecho, con la excepción del brillante y prometedor ‘opening’, matizado magistralmente con la música del legendario Ennio Morricone, y de la canción final con la que cierra el film, no hay prácticamente ningún otro aspecto que ofrezca emoción o algún sentido de excitación y complacencia.
Esta película es esencialmente un Western, pero a la vez no lo es, o al menos no en el sentido que lo conocemos. La rígida estructura narrativa del film –incluye una obertura o preludio y un intermedio, además de que está narrado en capítulos– y un extenso y continuo circunloquio incorporan a la producción una textura visual arcaica, como la de un film de otro tiempo.
Esto probablemente está bien mientras refleja el sentido de homenaje que el director quiere hacer al Western de los años 60 (a Sergio Leones en especial), pero al mismo tiempo el apego a todo este rigor y a la pesada línea discursiva del film (por cierto, el tema que subyace en la historia no es la venganza, sino el racismo); no aportan valor alguno a la película, y en cambio se revelan como un lastre con aliento operístico y teatral.
Pero mientras Tarantino concibe su film como una reminiscencia del Western de los 60, a quien efectivamente remite la película, desde su título hasta su trama, es a Agatha Christie. Ahora bien, aunque no puede compararse el sustrato literario de su película con ninguno de los films basados en las novelas de la escritora inglesa, en eso el crédito es todo de él, en algunas de aquellas, al menos había un manejo del misterio y la intriga mucho mejor elaborado.
Algún tiempo después de la Guerra Civil Norteamericana, el cazador de recompensas John Ruth (Kurt Russell) se dirige en una diligencia a Red Rock –por los escarpados caminos de un Wyoming cubierto de nieve– a entregar a la fugitiva Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), condenada a morir en la horca por asesinato.
La desproporción y la desmesura ahogan los valores del film. Sin embargo, antes de llegar a su destino, Ruth se ve compelido a recoger en el camino, primero al mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), quien como él es también un cazador de recompensas, aunque de la raza negra, como se le enrostra frecuentemente, y además, a Chris Mannix, (Walton Goggins), quien dice ser el nuevo sheriff de Red Rock.
Todos tienen prisa por llegar, pero como una tormenta de nieve se les viene encima, Ruth decide hacer una parada en la posada Minnie’s Haberdashery, que por supuesto, queda en medio de ninguna parte.
Ninguno de estos dos señores son de fiar, Ruth lo sabe cómo también lo advierte el espectador, quien presiente que además de los golpes que Ruth propina frecuentemente a su prisionera, algo más puede suceder en cualquier momento. La situación se torna aún más comprometedora al arribar a la posada, y encontrar allí a cuatro enigmáticos personajes. Queda claro que a partir de entonces la suerte está echada.
Nadie osaría poner en duda el gran talento del director Tarantino para crear explosivas piezas de diálogos, cargados de tensión y dramatismo, puesto que él se ha encargado de dejarlo elocuentmente manifiesto a través de su carrera. El problema con algunas de sus historias se suscita cuando se trata de valorar las mismas, no como un episodio aislado, sino como una entidad total que incita, sacude y concluye con un sentido de resolución con el que el público puede identificarse.
Por eso, durante la poyeccion de The Hateful Eight uno no puede dejar de preguntarse hacia donde se dirige el director. ¿Qué lo motiva? ¿Cuál es su propósito? Lamentablemente, la película concluye y estas interrogantes se quedan sin respuestas.
¿De qué sirve todo el talento de Tarantino, por que en verdad lo tiene, si éste en lugar de estar dirigido a presentar una historia que verdaderamente interese y motive a la gente, es reservado a satisfacer el ego y las obsesiones extremas del director?
Tarantino siempre ha sido un maestro dirigiendo actores, y The Hateful Eight no es la excepción. En ese sentido, Jennifer Jason Leigh, con quien uno se identifica y al mismo tiempo rechaza con la misma fuerza, ofrece aquí una estupenda actuación.
The Hateul Eight tiene además, algunos gags o chistes visuales que dibujan una sonrisa aquí y allá, en especial lo aportados por Jason Leigh, y varias ciertamente notables actuaciones –Jackson, Russell y Goggins–; pero todo ello se diluye en la desproporción y la desmesura de un director más interesado en enrostrar sus innegables talentos que en contar una historia entretenida que interese a la gente.
Tal vez es tiempo ya de que alguien le diga a míster Tarantino que estamos cansados de su pasión por la violencia, aquí hay un chiste de corte sexual bastante gráfico, por cierto; de su extravagancia y su estilizada y repetitiva concepción de la narrativa cinematográfica.
Esplendida fotografía de Robert Richardson eso sí, y majestuosa música de Morricone. Qué pena que este baño de sangre carezca de sentido y razón de ser.
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