27/10/2025
Turismo

Roma, entre el latido del arte y la eternidad

Roma, Italia.– Esa mañana, Roma amaneció con un cielo azul difuminado que tiene la insolencia de parecer eterno. Yo, como buen turista amateur, iba sobre la hora por no calcular el tránsito de un lunes en Roma, pero eso no disminuía la ansiedad que sentía por llegar a tiempo, un hormigueo en el pecho, ojos aguados y manos temblorosas como si fuera a entrar a un examen final de historia del arte. 

Miraba con asombro las calles de la ciudad, al mismo tiempo que veía la hora en mi reloj. Y sí, el camino era hermoso, y sí, iba con mi botella de agua y zapatillas deportivas. Al marcar las 8:30 de la mañana vi como aquel enorme anfiteatro se asomaba con la misma energía que el sol romano, no importaba la cantidad de personas en sus alrededores, ni el caos del tránsito, mis ojos estaban conectados con el coliseo y nada lograba interrumpir mi éxtasis, mi conexión, mi ser solo sentía que había ocurrido algo grande, algo realmente importante y no hacían nada, ni parpadear. 

Una espectacular panorámica del Coliseo Romano. | FOTOS: Antonio Baldera.

De niño había visto el Coliseo en libros; de adulto lo había revivido en películas y en estudios del arte. Pero nada te prepara para verlo surgir, imponente, en medio del tráfico romano. Aquel colosal monumento terminado de construir en el año 80 D.C. aquella manifestación arquitectónica de gran majestuosidad artística. Aquella fusión de elementos griegos y etruscos que crea un umbral a otra dimensión. 

Una enorme serpiente de turistas guiaba el camino hacia la entrada y me uní a ella, mientras me acercaba a la entrada, no podía quitarme de la cabeza esa frase del Gladiador«Lo que hacemos en la vida resuena en la eternidad». Se convirtió en un mantra que me acompaño todo el trayecto hasta poner un pie en la arena, y allí estaba, y de mis labios salió:  —Oh, gracias, gracias, dije sonriendo ante tal belleza, me detuve un segundo, pensé como aquello resonaba en la eternidad y cerré los ojos para que la imaginación hiciera lo suyo. 

Entrar al centro del Coliseo es como colarse en el backstage de una obra que nunca se apaga. Subo las gradas, y por un instante, escuché el rumor seco de los cascos, el chirrido de las poleas que alzaban fieras, el murmullo colectivo de miles de almas sedientas. Cerré los ojos. Y seguí escuchando voces imaginarias, aplausos, el rugido del público, y casi escucho a Commodus  susurrándome: «¿No estás entretenido?» pero sentí un golpe tan fuerte, que me dejo viendo sapitos… 

Después del golpe volví la cabeza a su lugar esperando escuchar un excuse me o un mi scusi pero no pasó nada, creo que eso me hizo volver a la realidadla realidad de aquel mar de más de 10,000 turistas esperando disparar la cámara de su celular con la esperanza de lograr la foto perfecta sin desconocidos en el fondoY por un instante siento la recreación involuntaria de gladiadores enfrentándose a un ejército del selfie y otros tantos exigiendo un espectáculo, y alguien en las gradas gritando como si fuera en un estadio del Boca Juniors. 

Ironías del turismo histórico: los gladiadores y cristianos se jugaban la vida allí; yo, en cambio, me jugaba la vida entra pasillos y pasadizos tratando de evitar otro empujón u otro golpe. Ahí estaba yo, intentando conmoverme con los ecos de la historia, trataba de no prestar atención a nadie. Tratando de evitar los gestos ordinarios de los demás turistas, pero aquella ironía no salía de mi memoria: en la Roma antigua la gente se jugaba la vida por entretenimiento, donde más de 400,000 personas fueron ejecutadas, hoy nos jugamos la paciencia en la fila de entrada, en la espera de un espacio para hacer unas fotos o esperar un turno en el baño. Como dijo Queen: The show must go onY vaya que continúa, aunque ahora el espectáculo sea sobrevivir al calor y a las hordas de turistas.

Una perspectiva nocturna del Coliseo.

Caminé despacio por los corredores circulares, luego me sumé a la multitud que se congregaba en los túneles, gente tratando de mirar más allá de las cabezas y los hombros, intentando ver algo, aquello se convertía en un ritual o más bien en un moshing. Después de sobrevivir al moshing busco nuevamente la alineación de Saturno y tomando un poco de «vinagre itálico» puedo ver el reverso de aquellas imágenes, y entiendo que el Coliseo no es solo ruina, es espejo. 

En sus túneles he sentido el eco de la multitud, el olor a miedo y sangre, pero también el ingenio humano: ascensores que subían fieras, toldos gigantes que protegían del sol, pasillos que aún hoy inspiran estadios modernos. En esencia, la humanidad sigue siendo la misma: hambre de espectáculo, deseo de ver lucha, drama y catarsis. Solo que ahora en vez de gladiadores tenemos reality shows.

Salí del anfiteatro con una sensación extraña: mezcla de asombro, melancolía, humor y la frase de Máximus aún resonando: «Lo que hacemos en la vida resuena en la eternidad». Quizá mi paso por allí no resuene más allá de un puñado de fotos y este relato, pero entendí algo: viajar no es solo ver ruinas, es escuchar y sentir los ecos que todavía habitan en ellas… y reír un poco de lo absurdo que somos intentando dejar nuestra huella en un lugar que ya estaba allí mucho antes de que nosotros llegáramos. Roma seguirá siendo Roma y el Coliseo seguirá recibiendo millones de visitantes.  

Afuera, podía sentirme el emperador Tito cuando inauguró el Anfiteatro Flavio y luego pongo mi escudo en el suelo, me saco el caso y desmonto la coraza, justo cuando un grupo de adolescentes chinos me pidió que les tomara una foto grupal. Obedecí como un buen turista domesticado. Luego los miré y no pude evitar sonreír y tomar la ruta para regresar a mi planeta.

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