La historia siempre advierte, pero solo a quienes están dispuestos a escuchar. Hoy, la República Dominicana enfrenta una decisión que amenaza la esencia misma de su soberanía: el acuerdo mediante el cual el presidente Luis Abinader autoriza a fuerzas militares de los Estados Unidos a utilizar espacios restringidos de la Base Aérea de San Isidro y áreas operativas del Aeropuerto Internacional de Las Américas. Un acuerdo que, según el Gobierno, es «técnico», «limitado» y «temporal». Palabras que suenan peligrosamente familiares, porque así mismo comenzó el drama interminable de Vieques, Puerto Rico.
Durante seis décadas, Vieques se convirtió en el escenario de bombardeos, pruebas militares, contaminación tóxica y desplazamientos forzosos bajo la misma narrativa de cooperación. A la comunidad se le prometió que todo sería temporal, controlado y respetuoso. El resultado fue devastador: tierras arrasadas, ecosistemas destruidos, pesca arruinada y generaciones enteras afectadas por enfermedades vinculadas a químicos de guerra. Vieques no cayó en la desgracia por accidente; cayó porque un acuerdo «temporal» abrió la puerta a seis décadas de atropellos. Esa comparación no es exagerada. Es una advertencia histórica.
La Constitución dominicana establece con absoluta claridad que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo dominicano. No en un decreto coyuntural, no en una mesa de negociaciones y mucho menos en acuerdos cuya letra fina no se ha sometido al escrutinio nacional. Ceder infraestructuras críticas —la principal base aérea del país y la mayor puerta de entrada aérea— no es un simple protocolo de cooperación. Es comprometer la seguridad estratégica del país. Es entregar, aunque sea momentáneamente, la administración de nodos vitales del territorio nacional a una potencia extranjera. Y todo ello sin un debate público, sin transparencia, sin respuesta a la pregunta esencial: ¿quién controla realmente lo que se cede?

La alarma es legítima. La historia militar del Caribe demuestra que la presencia extranjera rara vez es temporal. En Vieques, los ejercicios llamados «controlados» causaron daños irreversibles, y la población fue ignorada sistemáticamente. Puerto Rico, por su estatus político, no pudo oponerse plenamente. La República Dominicana sí tiene soberanía plena. ¿La está ejerciendo con firmeza o la está diluyendo en acuerdos que no resisten el análisis constitucional?
La pregunta moral también pesa: ¿acogerían Duarte, Sánchez y Mella una decisión así? ¿Aceptarían que fuerzas extranjeras operen en la columna vertebral militar del país? ¿Firmarían sin consulta pública un acuerdo que compromete territorios estratégicos? Es evidente que no. Ellos no concibieron la soberanía dominicana como un elemento negociable o prorrogable según las circunstancias internacionales.
Las naciones no se pierden de golpe. Se pierden por concesiones disfrazadas de cooperación. Se pierden por acuerdos temporales que luego se extienden sin control. Se pierden cuando sus ciudadanos dejan de cuestionar. Hoy, aún estamos a tiempo. Aún podemos exigir claridad, límites y respeto al mandato constitucional que sostiene que la soberanía no se comparte: se defiende. Y si no lo hacemos ahora, quizás mañana descubramos, como Vieques, que las decisiones temporales pueden convertirse en heridas permanentes.





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