21/11/2024
Opinión

Puerto Rico, crónicas del corazón

La oscuridad densa, casi tocable, presagiaba, incluso desde las ventanillas del  DC-9 de Pawa Dominicana, que aterrizaríamos en terreno impío, si bien debían quedarnos cerca de 10 minutos de vuelo, tranquilo y silente, consentidos, como en un hospicio de Hermanas de la Caridad, por azafatas y  sobrecargos,  contra las mejores de las previsiones y corazonadas.

Ahora podíamos comprender in situ los reportes de amigos y noticiarios: aquella metrópolis vibrante, ese San Juan movido y vivaracho, daba paso a una ciudad dormida, signada por la oquedad y el sigilo. Mi taxista dijo, aunque con otras palabras: «Le llevaré a su hotel, y por supuesto que le cobraré. Pero no lo entienda como un servicio, sino como una obra de caridad». Y cuando me vi en  el hotel, en la calle Luna, al ladito de calle Sol (donde evoqué la canción inmortal y homónima de Héctor Lavoe y Willy Colón, de 1978) comprendí que en lugar de conductor, me había llevado allí un filósofo, nacido, como yo, en República Dominicana, pero con cerca de cuarenta años viviendo en Borinquen.

Esa noche la guardaré, como se atesoran las cosas hermosas, por las que vale la pena esta vida, en cofres que nada ni nadie podrá vulnerar, ni en este ni en los calendarios que eventualmente pudiesen quedarme. Una noche a prueba de canallas, que ya es todo decir. Una noche tibia y silente, limpia, como si fuese un jueves de abril,  casi una noche triste, que fulguró sin embargo, para hacerse eterna y meterse en mi, «fuerte y alta», por los tiempos de los tiempos.

El baño con agua hirviendo, literalmente, la cena y la conversación más a gusto de mis últimos mil años, eran los regalos con los que el Dios de los justos me ayudaba a cerrar el jueves puertorriqueño. Lástima que en 48 horas no puedes ver a la gente querida, ni abrazarlas, ni tomarte, al amparo de sus complicidades, la taza de café, o inclusive, la cervecita dura. Es difícil salir de Puerto Rico y no ver al Dr. Michel, a la Dra. Marisol Rodríguez o al Ing. Pachín Ramírez, o a Juan A. Valdez Frías, por quedarme con pocos nombres.

Casi tanto, como prescindir de las risas con Richie Levant, Dominga Valdez, Gaudí Gómez, Levis Suriel y Miguel Patiño, entre otros hermanos, sin los cuales Puerto Rico jamás sería Puerto Rico.

Pero tenía el aforo compasivo de la cafetería Mallorca, o los salones tibios y cálidos de Pani Agua, frente a la plaza, donde el cristiano puede asirse de la taza de café, de la tostada y de los huevitos revueltos, tipo rancheros, en lo que llegaba mi contacto para organizar los eventos de febrero en la isla, que no vienen al caso mencionar ahora. Ningún viajero que respete la clase, o que al menos conserve un poquito de pudor, como saben payos y gitanos, se atrevería a llegar a casa sin los presentes de lugar. Así que la tarde del viernes se me fue pensando en medidas y olores.

Por la noche, la cena bucólica, pero suculenta en un restaurant cuyo personal no es ni por asomo un personal de servicio: son familiares sugiriéndote delicias de un menú infinito, que en lugar de contenerlo en un dossier, te lo muestran en una pizarra, con los aires de pedagogo del capitán del sitio. A esas alturas, las Heineken me habían disminuido en mucho las de por si exiguas  ganas de comer. Pero esos camarones metidos en aguacates, con majados de yuca y trozos de pescados y de pollo con salsas de champiñones, retaban las decisiones más tozudas, y las más firmes. De modo que naufrague en los impulsos, mientras bombardeaba las defensas suyas con preguntas de cualquier tiempo, y de cualquier tema.

A las once campanadas, con los augurios mejores de mozos y capitanes, dejamos el lugar, para llegar al bar atestado de públicos, donde, se me decía, actuaría el músico dominicano Bonny Cepeda. Aún cuando mi baile lleva cerca de veinte años sin reformas, imperturbable ante la llegada de ritmos impensados, me anime a pararme, para comprobar, que incluso en tales circunstancias sombrías, me sigo desempeñando con algo de decoro. Queda algo de decencia, al menos cuando se trata de merengues y bachatas. Ya en asuntos de salsa y demás, (no digo dembow, porque en tales terrenos soy sordo de ambos pies) no doy referencias ni meto las manos al fuego en mi defensa.

Yo quise defender mi buen nombre, y depuse de tres Heineken, que aún cuando no aparecieron negras, como lo ordenaba la obcecación, al menos tenían ese aire gélido, para que el sabor amargo y burbujeante explotara en llamaradas suculentas en la garganta. A estas alturas de la vida, no me simpatiza todo lo que suena, pero Bonny Cepeda levantó la noche con la interpretación de «Una fotografía», cediendo uno a los impulsos de marcar el paso, en medio del salón, donde reían y vivían boricuas y dominicanos. De hecho, no me gusta el merengue puertorriqueño, por su saturación y su sobre hechura. Pero como dice en España: si no te gusta la sopa, te sirven dos platos. Así que baile uno, de cada cinco merengues boricuas, rendido ante lo inevitable.

Al día siguiente, tras las reuniones troncales, vinieron a mi hotel el compañero Antonio Zorrilla, y su mujer Rosa, para irnos a comer  en Candela Restaurant, en Isla Verde. Mi apuesta por el chuletón a la pimienta, con arroz mamposteao que degustamos con un tinto inmejorable, y con una conversación que ora iba a la política, ora a la literatura, ora a los chismes y cotilleos, pero que nunca dejo de ser picante y vivaz.

Con la noche cerraba las 48 horas en Puerto Rico. Y quiero jurar, para que lo sepan tirios y troyanos, que la fiesta de cumpleaños en Cataño, fluyó memorable, con donosura y donaire, con unos  tintes de placeres y de enternecimientos imposibles de revivir. Dos muchachas boricuas, una de ellas con elegancia de palmera, con un rizado sin referencias previas en los últimos mil años, con una sonrisa de mar, ancha y plena, bailaban el éxito de los 90 «I Like To Move It», de Erick Morillo, en una graciosísima versión de DJ. Tal vez una muchacha. Porque  los ojos de la noche, casi todos, solo miraban a la de piel de aceituna, a la de ojos grandes, como soles, a la de boca de fresa.

Ese tinto en la Ponce de León no podía faltar. Y no faltó. La noche entraba en la adultez, pero debía irme al aeropuerto. Espero que a la vuelta pueda hablar largo y tendido con Israel, Viviana, Linda, con los demás hermanos y amigos.

Cuando deje la isla, tres o cuatro horas después, haciendo las cuentas, reía de satisfacción oculta, de plenitud, reviviendo las horas felices de Cataño. ¡Ah, esa adorable pasión por la vida!

Pawa Dominicana volvía a convencerme de su eficiencia en su vuelo leve, contra lo que en general se espera de los cielos tumultuosos del Caribe. Otra vez, practicaba mi secreto de décadas:  viaja los martes, y viaja en líneas que invierten poco en publicidad. Así vuelas solo, y las atenciones y los mimos serán siempre para ti.

37 minutos después, en tierra firme,  despertaba del sueño. Y del encanto.

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