En el gigante y en el más pequeño de los países de Suramérica, exceptuando a Suriname, hay una sed de cambio, aunque quienes los gobiernan son dos partidos promotores del cambio social.
El problema es que tanto en Brasil como en Uruguay los progresistas tienen aproximadamente una década de gobierno en cada país. A los votantes no les gustan los partidos que fabrican presidentes en serie. Prefieren la alternancia.
Doce años parece ser el ciclo de aburrimiento.
Doce años son los que tiene gobernando en Brasil el Partido de los Trabajadores, pero ya las encuestas sitúan a la presidenta-candidata Dilma Rousseff detrás de la opositora Marina Silva, quien tiene un discurso digamos que híbrido, y ni siquiera cuenta con una estructura partidaria tan fuerte como su competidor. Ya los brasileños quieren un cambio, a pesar de los indudables avances de progreso social impulsados por los gobiernos de Lula y Dilma.
Nueve años son los que tiene el Frente Amplio gobernando en Uruguay, y los avances y cambios sociales han sido contundentes en las gestiones de Tabare Vásquez y José Mujica. Sin embargo, la candidatura del ex presidente Vásquez, aunque a la delantera, está estancada, mientras la del opositor Luis Lacalle Pou va creciendo a saltos, aunque ni siquiera tiene programa de gobierno.
Tanto Marina Silva como Luis Lacalle Pou han traído bocanadas de aire fresco a las elecciones de Brasil y de Uruguay, y sus sorprendentes pegadas han demostrado que sus países quieren caras nuevas, aunque no tengan la certeza de que esos cambios serán positivos. Les basta con destellos de esperanza.
A los países no les gusta eso de tener una “fábrica de presidentes”. Allí donde la hay, los votantes, si tienen opciones, preferiblemente frescas y “orgánicas”, las favorecerán.
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