En los últimos años, hemos sido testigos del deterioro progresivo en el Ministerio de Educación, una situación que parece no preocupar a nadie. Es como si el tan luchado 4% del PIB destinado a la educación careciera de dolientes dispuestos a protegerlo.
Resulta inconcebible que una institución que maneja el mayor presupuesto del Estado enfrente un déficit de aulas. ¿Cómo es posible que, a pesar de los recursos asignados, se sigan construyendo escuelas a medias y se observe un deterioro palpable en la infraestructura existente, mientras prevalece un preocupante silencio sobre esta realidad?
Y, ¿qué podemos decir de la calidad educativa? Es una vergüenza nacional. Los niños no están aprendiendo, muchos permanecen fuera de las aulas, y el rendimiento escolar está por los suelos. La planificación en el Ministerio de Educación es deficiente, y lo único que escuchamos son excusas y justificaciones ante estos problemas, que parecen no tener fin.
La debilidad en los libros de texto es otro síntoma del caos. La inversión en estos materiales es incalculable, y sin embargo, los errores en su contenido son inadmisibles y reflejan una falta de rigor y de control que perjudica a toda una generación.
Además, observamos con indignación cómo se abusa de los recursos del Estado, con tiendas vendiendo los uniformes que deberían distribuirse gratuitamente a los estudiantes del país. Este es un atropello que no puede pasar desapercibido.
El presidente debe realizar cambios drásticos, no solo en los altos cargos del ministerio, sino en la visión misma de la educación. Se requiere una planificación audaz y efectiva que logre elevar nuestro sistema educativo a la altura de 40,000 pies, donde debería estar. Es evidente que la educación está en crisis, y si no actuamos con decisión, el colapso será inevitable.
El silencio no puede seguir siendo una excusa para justificar el fracaso. Debemos aspirar a un cambio profundo y genuino. De lo contrario, quedará claro que la educación en la República Dominicana no tiene quien la defienda.
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