A tres semanas de las elecciones generales, todavía sigue la dentera causada por las uvas agrias que, en grandes cantidades, comió una oposición emergente incapaz de aprovechar la oportunidad provista por la historia para crear un frente político sólido, enfocado en lo que era políticamente viable.
Un ruidoso show de lloriqueos, rebeldía, rabietas y malcriadezas ha desembocado, en el caso de algunos, hasta en la autoflagelación, castigándose así mismos con la inanición, en una protesta estéril que no variará el proceso ya consumado.
Irregularidades hubo a granel, infucionalidades más que evidentes en el montaje de los comicios que –en defitiva- obligan a revisar la idoneidad de la Junta Central Electoral (JCE) como cuerpo, pero es indudable que el presidente Danilo Medina obtuvo el resultado para el que trabajó desde el primer día en que ascendió al poder.
El éxito en política –y Medina lo sabe a fondo– requiere disciplina, dedicación, trabajo continuo y mucho sacrificio, como si se tratase de un sacerdocio expuesto al castigo de la concupiscencia del cuerpo para alcanzar la gloria.
Es decir, la carrera es ganada por atletas entrenados, que se adelantan al sol para que el amanecer los encuentre exhaustos, sudados, musculos calientes, listos para enfrentar los obstáculos del día y saltarlos todos sin provocar derribos.
Ni magia ni el embrujo existen en política. Por eso Medina tuvo cuatro años seguidos en contacto con la gente, dejando el confort de los domingos para irse temprano a los escenarios de pobreza, de desesperanza, de soledad y olvido, por donde la oposición nunca se aproximó ni en fotografías. Llámele populismo, clientelismo, pero estuvo ahí asible, abrazando a la gente.
Quienes se creen hoy merecedores de victorias –y que las reclaman como si en verdad hubiesen ganado– dedicaron demasiado tiempo a dormir, a extasiarse, a ser indiferentes, para salir poco tiempo antes de las elecciones a vender “sus atractivos” de narcisistas fracasados.
Pudieron haber encadenado fuerza y trabajar unificados con tiempo para, al menos, generar un cambio en la relación de poder a nivel congresual y en los gobiernos locales. Pero no. Todos querían la poltrona, soñaban con la silla de alfileres, como si esto fuese una loto o un regalo del destino.
Supongo que la lección está aprendida. Toca ahora mirar hacia adelante y tratar de no tropezar con la misma piedra. Y tener un poco de dignidad. El país no parece prestar atención a los gritos crepitantes de una derrota que ellos mismos diseñaron.
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