Las leyes son, en definitiva, marcos de referencia imprescindibles para regular las relaciones entre las distintas instancias de la sociedad en busca del bien común y sin ellas prevalecerían la barbarie y el instinto, con lo cual todo apuntaría hacia el caos y la destrucción.
Celebro cada ocasión en que nuestro país consigue poner en vigencia alguna ley o alguna reforma tendente a fortalecer esa débil institucionalidad que impide nuestro pleno desarrollo económico, político y social.
La aprobación y promulgación de la nueva normativa de la Policía Nacional es un gran logro que debemos festejar. Tan sólo el hecho de que “el jefe” de la uniformada sea ahora “director general” viene a exorcizar una bestia interior autoritaria impuesta por la misma semántica del terror.
El problema de las leyes en países como República Dominicano (por cierto con un enorme almacén de regulaciones para todo) es su cumplimiento y el funcionamiento de un severo e innegociable sistema de consecuencias.
Sin estos dos elementos fundamentales, las normas legales se relajan, entran en niveles de laxitud tan patéticos que terminan siendo irrespetadas y todos se ponen en turno para violarlas como si se tratara de una hazaña. Eso es lo mismo que vivir en la barbarie.
En otras palabras, las leyes son partes del ordenamiento de la sociedad que se complementan con la conciencia ciudadana, el civismo, las buenas prácticas y la responsabilidad individual, elementos que vienen dados por la educación, principalmente la hogareña.
No esperemos que la nueva ley de la Policía Nacional haga milagros. Por si misma no erradicará la corruptela de ese cuerpo del orden, la violencia de sus miembros, el pillaje y la falta de identidad con la institución, frencuentemente usada para el enriquecimiento ilícito a sangre y fuego.
Contar con una nueva Policía implica contar con ciudadanos transformados. El camino es difícil, sobre todo cuando no hemos aprendido a desaprender, como dice un icónico empresario que me honra con su amistad.
Comentarios