Hay una etapa en la vida en la que uno pasa más tiempo corriendo que respirando. Corriendo detrás de los sueños, detrás de la aprobación, detrás de la versión de uno mismo que creemos que ya debería haber llegado. Pero llega un momento, y no necesariamente a una edad exacta, en el que uno empieza a mirar hacia atrás y se da cuenta de que las verdaderas lecciones no llegaron con los triunfos, sino con los tropiezos.
A los 25, uno ya ha tenido suficientes comienzos, pausas y finales para entender que crecer no siempre se siente bonito, pero siempre vale la pena. Aprendes que no todo lo que duele está roto, y que no todo lo que brilla tiene valor. Que a veces perder es otra forma de ganar, y que soltar puede ser la mayor muestra de amor propio.
El tiempo me enseñó que la fortaleza no es resistir hasta quebrarse, sino saber cuándo detenerse para recomenzar con sentido. Que la sensibilidad no es debilidad, sino una brújula que te mantiene humano. Que no tienes que demostrarle a nadie cuánto vales, basta con recordártelo tú mismo cuando el ruido externo intente hacerte dudar.
También he aprendido que no todos los silencios son vacíos. Algunos son pausas necesarias para escuchar lo que el alma intenta decirte entre tanto «debería». Que no todas las etapas se anuncian con claridad, y que no siempre vas a entender el propósito de lo que vives hasta mucho después. Pero cuando finalmente lo entiendes, todo encaja.
He aprendido, sobre todo, que ser tú mismo, con todo lo que eso implica (con tus luces, tus sombras, tus contradicciones) es más valiente que intentar encajar en un molde que no te pertenece. Porque al final, nadie recuerda al que se adaptó perfectamente: se recuerda al que fue auténtico, aunque temblara.
La vida, con sus giros y pausas, te va enseñando que no se trata de hacer mucho, sino de hacer con sentido. No de correr más rápido, sino de avanzar más consciente. No de acumular logros, sino de dejar huellas. Y que la plenitud no llega cuando todo está en orden, sino cuando aprendes a estar en paz incluso en medio del desorden.
Hoy miro atrás y entiendo que nada de lo que me detuvo fue una pérdida: fue una redirección. Que los caminos que no funcionaron me enseñaron hacia dónde no volver, y que las personas que se fueron me dejaron espacio para las que de verdad debían llegar.
Quizás esa sea la gran lección de mis primeros 25 años: que la vida no se trata de tenerlo todo resuelto, sino de seguir eligiéndote, incluso cuando el camino no se ve claro. Porque al final, lo más importante no es cuánto avanzas, sino en quién te estás convirtiendo mientras avanzas.





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