El 7 de enero de 2016 marcó un antes y un después en mi existencia ante el estremecedor acontecimiento de la muerte de mi madre, algo que se esperaba en cualquier momento, según los diagnósticos médicos confirmados con más de un especialista.
Vista de lejos –o en la acera del prójimo- la muerte es un fenómeno natural, inevitable e irrevocable, una sentencia que forma parte de la esencia del ser desde que nace, y viene a constituir algo tan cotidiano como el resto de las cosas que hacemos.
De cerca –cuando nos toca– se le ve de otra forma, como un hecho controversial, inaceptable, inmerecido, catastrófico y, sobre todo, generador de una oquedad, un sentido orfandad y un dolor indescriptible.
La percepción alcanza nuevas dimensiones cuando se trata de la madre. Mi padre, tres hermanos, las tías, sobrinos, primos, se han ido causando honda tristeza, pero testifico que son sentimientos distintos.
Pensar que retornan a la nada el vientre que te retuvo nueve meses, los senos que te amamantaron, las manos que te cambiaron el pañal, que te bajaban la fiebre y colocaban con precisión el ungüento contra el dolor físico.
Saber que se apaga una voz que prodiga bendiciones, aconseja, traza rutas, un corazón que late por tí, a veces bañado en gozo por tu éxito, a veces lleno de miedo e inseguro por los peligros de la calle. Y es que uno nunca deja de ser para la madre una cría que demanda protección.
Por eso, su muerte equivale a la desaparición del ancla fundamental de donde se origina aquella cadena de la que formas parte, con unos eslabones unidos y sueltos a la vez, movidos por el viento, zarandeados por los tormentos de la existencia.
Afortunadamente, los buenos recuerdos me permiten reconstruirla cada día desde distintas ópticas y de diversas formas, siempre con el mismo resultado: una mujer esencialmente buena y profundamente simple. Esa fue su grandeza. Mi gran reto es imitarla para que perviva la memoria de esa gran señora llamada Lucía.
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