La estabilidad de las instituciones estatales es un pilar fundamental para el fortalecimiento de la democracia en cualquier país. En República Dominicana, como en muchas otras naciones, el debilitamiento de estas instituciones, junto con el uso discrecional de sus recursos y posiciones por parte de funcionarios con aspiraciones presidenciales, representa una amenaza seria para la gobernabilidad, la transparencia y el sistema democrático en su conjunto. Esta combinación de factores crea un ambiente propenso al clientelismo, la corrupción y la manipulación de los recursos públicos, afectando tanto la calidad de los servicios estatales como la legitimidad del proceso democrático.
Es importante entender cómo la inestabilidad de las instituciones del Estado afecta la democracia. En un sistema donde las instituciones son débiles o vulnerables a cambios constantes, los empleados públicos no pueden realizar sus funciones con independencia ni bajo principios de continuidad. En lugar de ser espacios neutrales para la implementación de políticas públicas, las instituciones se convierten en instrumentos al servicio de intereses particulares. Esta fragilidad institucional permite que quienes ocupan altos cargos ejerzan un control desmesurado, lo que deriva en prácticas arbitrarias como el despido y contratación de empleados por razones políticas, sin tomar en cuenta el mérito o la eficiencia.
Este escenario es un terreno fértil para el clientelismo. En vez de ser servidores públicos dedicados a garantizar el bienestar colectivo, los funcionarios de las instituciones se ven obligados a lealtades políticas que comprometen su integridad profesional. Al depender de una figura política o facción dentro del partido en el poder, los empleados públicos quedan expuestos a la precariedad laboral.
Otro aspecto alarmante es cómo estas luchas internas y la fragilidad institucional promueven el uso indebido de los recursos públicos. En el contexto dominicano, ha sido común observar cómo los aspirantes a la presidencia utilizan su influencia en cargos públicos para impulsar sus propias candidaturas o las de sus allegados, desviando los recursos estatales hacia proyectos o iniciativas que favorecen su imagen pública. Este uso de los recursos públicos con fines políticos personales es una forma de corrupción que distorsiona el funcionamiento de las instituciones y pone en riesgo la democracia.
Cuando los funcionarios estatales, especialmente aquellos con aspiraciones presidenciales, utilizan su posición para promocionar su imagen, están, de facto, apropiándose de los recursos del Estado. El resultado es que los bienes y servicios que deberían destinarse a mejorar la vida de los ciudadanos son utilizados para construir una plataforma política personal. Esto puede incluir desde el uso de fondos para eventos públicos con tintes políticos hasta la utilización de empleados del Estado como recursos de campaña. Este fenómeno crea una competencia desleal entre los aspirantes, ya que aquellos que ocupan posiciones con acceso a recursos públicos tienen una ventaja considerable sobre quienes no lo hacen, erosionando así los principios de equidad y justicia en el sistema electoral.
Además, la discrecionalidad con la que los incumbentes manejan las instituciones estatales fomenta un ciclo vicioso de clientelismo. Los empleados públicos, sabiendo que su estabilidad laboral depende de su lealtad política, se ven forzados a apoyar activamente a ciertos candidatos o facciones dentro del partido, creando una relación de dependencia que les priva de actuar con independencia. Este ciclo perpetúa la ineficiencia y la corrupción en el aparato estatal, dado que los empleados no son seleccionados ni evaluados por sus capacidades, sino por su fidelidad a un proyecto político.
El impacto de todo esto en la democracia es devastador. En primer lugar, debilita la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas y en el sistema electoral. Si las instituciones del Estado se perciben como herramientas al servicio de aspiraciones personales, en lugar de estructuras diseñadas para servir al bien común, los ciudadanos pierden la fe en la capacidad del Estado para actuar de manera justa y eficiente. Esto, a su vez, aumenta la apatía electoral y la desafección política, lo que puede llevar a una menor participación en los procesos democráticos.
En segundo lugar, la manipulación de los recursos públicos para promover candidaturas desequilibra la competencia política. En un sistema democrático sano, todos los candidatos deben tener igualdad de condiciones para competir por el apoyo de los votantes. Sin embargo, cuando los aspirantes que ocupan cargos públicos utilizan los recursos del Estado a su favor, la competencia se distorsiona, favoreciendo a quienes ya están en el poder y marginando a aquellos que no tienen acceso a tales recursos.
La fragilidad institucional y el uso discrecional de los recursos públicos por parte de funcionarios con aspiraciones presidenciales representan una amenaza directa para la democracia. Si no se toman medidas para fortalecer las instituciones y garantizar la transparencia en el uso de los recursos estatales, la confianza en la democracia dominicana continuará erosionándose, con consecuencias graves para el futuro del país.
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