Estamos en plena ebullición electoral a poco más de un año para las votaciones de 2020, que marcarán el inicio de un nuevo período de gobierno. La coyuntura sería un lugar común si no estuviesen los matices generados por interrogantes que tenemos todos. No recuerdo un interregno político tan enrarecido e impredecible
Sea cual fuere el desenlace –en cuanto a la selección de candidatos y los posteriores resultados electorales– el proceso debería ser, desde el principio hasta el final, una celebración de la democracia en la que dominen la tolerancia, el derecho a disentir, la criticidad y la libertad de opinar dentro y fuera de los partidos.
Nada es más fatal para una sociedad que la imposición de un pensamiento único, acrítico, encapsulado en un interés enfocado en dominar por cualquier vía y bajo cualquier método que dicte el pragmatismo.
En estos días hemos vivido conatos de autoritarismo, irrespeto institucional, conductas de avasallamiento muy preocupantes porque, al ser ejecutados en tan corto tiempo, lucen como una tendencia o una convicción de que “el poder es para ejercerlo aunque entre el mar”. Así piensan algunos que confieren carácter de eternidad a sus puestos públicos.
Es un brote de pasiones cuya raíz está en la hinchada autoestima y el delirio de grandeza, el sello de actores que jamás soñaron con que la milagrosa política los colocaría en lugares prominentes u otros que, ya añejos, llevan años siendo instancias de poder y se creen por encima del bien y del mal. La sociedad tiene que activarse sin miedo y detener en seco la brutalidad política de estos megalómanos.
En la medida en que estos sujetos hallen legitimidad a sus desafueros sobre la base la tolerancia, el silencio o el olvido de los ciudadanos, peligrosamente entreabrimos las puertas al autoritarismo y eso puede tener consecuencias funestas.
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