Kill The Messenger es una buena película. Esa es la percepción que queda cuando concluye el film. La doble moral de los gobiernos y la corrupción de las sociedades, entre cuyos estamentos los medios de comunicación, por ejemplo, no están exentos de pecados; quedan fehacientemente manifiestos como los aspectos a destacar de su historia.
Además, la actuación de Jeremy Renner, el actor que encarna el personaje central, el periodista Gary Webb, es correcta; y lo mismo vale para uno que otro de los actores secundarios, incluyendo a Rosemarie DeWitt, como su esposa y Lucas Hedges, como su hijo mayor.
Sin embargo, al tiempo que la historia atrapa al espectador y se va tornando cada vez más fascinante y escandalosa, según progresa; el film en cambio, visto como un todo, no tiene la misma fuerza ni despierta el mismo grado de entusiasmo.
En otras palabras, la película, en cuanto obra cinematográfica, es pálida y se empequeñece ante el valor y alcance de su historia. Por ello, el mensaje aquí trasciende mucho más de lo que la película entretiene, y esto de algún modo proporciona a la producción cierto grado de insatisfacción.
El relato, basado en hechos reales, narra las peripecias del periodista Webb, cuando a mediados de los años 90, y mientras trabajaba para el San José Mercury News, en California, acusó a la CIA de permitir el trafico masivo de cocaína y crack hacia diferentes ciudades de Estados Unidos, en particular los barrios pobres del sur de Los Ángeles, mientras usaba parte del dinero de dicha venta para financiar a los Contra nicaragüenses.
Dichas alegaciones alcanzaron titulares no solo a nivel nacional, en Estados Unidos, sino sobre todo, global. Como consecuencia, el periodista Webb vio su vida y su carrera transformadas de un plumazo.
Ahora bien, contrario a como sucede en las películas de ficción relacionadas a la CIA, la respuesta del organismo de inteligencia hacia Webb no fue la violencia, sino el desprestigio y la guerra sucia.
Por lo tanto, no hay dudas de que Kill The Messenger es una interesante película. Pero lo que uno echa falta, no obstante, es el impacto psicológico en Webb de la situación que afronta, la presión del día a día en una sala de redacción, y por supuesto, un mayor dinamismo de la puesta en escena –esto no es un documental – que es, por otro lado, seca y carente de lucidez.
La película, claramente dividida en dos partes, siendo la segunda la que reserva mayor satisfacción; desarrolla un sentido de paranoia similar al cine político de los años 70. Al final, una inquietante y desconcertante sensación embarga al espectador.
Supongo que no puede pedirse más de cualquier película, ¿cierto? Buen trabajo del director Michael Cuesta (Homeland).
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