Cuando observo la eclosión de los teatreros que –de buenas a primeras- se dan cuenta ahora que la justicia está podrida, la sospecha me asalta y hasta río, para no indignarme, ante la capacidad de simulación de gente que ancla su éxito en el lodazal del Poder Judicial.
Al país le conviene una reforma profunda de la administración de justicia, para hacerla confiable, idónea, ágil y garantista de los derechos de las personas físicas y jurídicas, pero no creo que este deseo sea genuido en ciertos entes que frecuentemente modelan en la pasarela judicial.
Es que si la justicia dejara de ser un festín de aves carroñeras en el que convergen todo tipo de intereses, menos los de la sociedad, habría muchos perdedores en el mundo político, corporativo, en bufetes de abogados, entre los gestores de negocios turbios que viven del lavado de dinero, la evasión y el contrabando.
En otras palabras, una justicia que opere sobre la base del bien común, la equidad y la aplicación estricta de la ley, se convertiría en un factor destructor de riquezas malhabidas, sería la sepulturera de un estatus quo muy poderoso de nuevos ricos que ven crecer sus activos como espumas sin que esto guarde lógica con el mercado.
No me distraen, pues, la historieta novelada de Awilda Reyes Beltré ni el garfio del descrédito personal con el que –a todas luces- quieren pescar al magistrado Mariano Germán para después, por ósmosis, lograr el escarnio público de un pez más gordo. La ecuación está muy clara.
Que sean separados de la administración de justicia, con efectivas consecuencias aplicadas, quienes abusando de la facultad de dictar sentencias, meten al estado de derecho en un ambiente coprológico.
No perdamos de vista, sin embargo, que mientras vemos la punta de un iceberg, en el fondo avanza silente un cáncer judicial que podría hacer metástasis en todo el tejido social. Estamos a la puerta de una catástrofe. No me hagan tantos cuentos.
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