Fake News es una noticia falseada con una intención engañosa. Matices más, matices menos, en eso consiste este fenómeno de la comunicación política que ha cobrado relevancia en los últimos tres años, a partir de la irrupción de Donald Trump en la política, el Brexit y otras elecciones, pero que ha existido desde siempre con otros nombres.
Su boom ha sido impulsado por el auge de lo digital; los robots que “interactúan” en las redes sociales como si fueran humanos; la capacidad de los sistemas informáticos para capturar y procesar una cantidad descomunal de información sobre nuestros comportamientos, y las gigantescas plataformas digitales que nos exponen a contenidos exclusivamente afines con nuestras ideologías.
Las fake news, los alternative facts y la postverdad nos han sumergido en un océano de mentiras en el que cualquiera puede zozobrar. Para salir a flote, en Estados Unidos y en unos pocos países industrializados han surgido los fact-checkers, instituciones independientes que verifican las informaciones que difunden los políticos, y, más recientemente, la presión pública ha forzado a las grandes plataformas digitales a establecer políticas de auto-regulación. En Alemania se ha ido más lejos, al aprobar una ley que penaliza duramente a las plataformas digitales que alojen noticias falsas o discursos de odio por más de 24 horas.
Sin embargo, todas esas alternativas son claramente ineficientes para frenar el alud de falsedades que circula en los social media y en los medios tradicionales, además de que tienen un cuestionable tufo a censura, con el agravante de que colocan en el rol de censores a las propias plataformas digitales, cuya esencia era, justamente, la libertad de expresión cuasi absoluta.
Ante tal indefensión de los ciudadanos, es un deber de la sociedad y los usuarios procurarse recursos propios para poder navegar en el océano de falsedades que se difunden a través de los medios, con intención expresa de engañar o simplemente por el ejercicio deficiente e irresponsable de los profesionales del periodismo.
Hoy se enseña en unas pocas escuelas de las sociedades más avanzadas lo que se ha denominado literacy news, algo así como alfabetización noticiosa, para que desde temprana edad los ciudadanos puedan “enfrentarse” a las noticias con un pensamiento crítico.
Un consumidor de noticias alfabetizado debe estar en capacidad de guiarse por las evidencias o, de igual manera, en capacidad de detectar las ausencias de datos, estadísticas, testimonios y citas textuales en las versiones noticiosas de los “acontecimientos”; debe saber separar la opinión de la información; advertir las incoherencias lógicas que existan en una historia y echar de menos, cuando faltaren, las fuentes que deberían sustentar cualquier contenido noticioso.
El “ciudadano alfabetizado” deberá preguntarse si las fuentes citadas tienen la autoridad intelectual, moral o institucional para ser consideradas creíbles; si el periodista ha consultado a testigos presenciales o si él mismo ha sido un testigo de los hechos; si su abanico de fuentes abarcan todas las partes interesadas, o, como mínimo, a los protagonistas y los antagonistas, las víctimas y los victimarios, los beneficiarios y los perjudicados en una historia.
El “ciudadano alfabetizado” cultiva un sano escepticismo frente a la noticia. Ante la presencia de cualquier “ruido informativo”, acude a la versión in extensa de los documentos que sirven de fuentes, si están disponible para el público; compara el tratamiento que otros medios dan al tema; reflexiona sobre los intereses latentes que pudieran estar detrás de la noticia y jamás sirve de resonancia a informaciones que no superen las pruebas del pensamiento crítico.
Quizás lo más difícil de toda las tareas del pensamiento crítico sea combatir los prejuicios propios. Yo, particularmente, como ejercicio contra los míos, acostumbro a exponerme a medios y líderes de opinión que estén en la acera opuesta de mis marcos ideológicos.
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