El público quedó tan emocionalmente prendido de Nemo y esperó por tanto tiempo el regreso del entrañable personaje que finalmente, cuando este ha hecho acto de presencia, de la mano de su parlanchina amiga Dory, le ha resultado harto difícil encontrar algo negativo sobre el nuevo capítulo de la saga o expresarse en términos no favorables sobre el mismo.
Ahora bien, ¿de qué publico estamos hablando aquí? ¿De los jóvenes de 16 y 20 años? No. ¿De los niños de 5 y 7 años? No. ¿O es en cambio de los adultos de 30 y 45 años?
Si nos llevamos por quiénes son los que aplauden al final de la proyección de Finding Dory, estos últimos son los que han proporcionado al film el éxito que ha cosechado la película en su primera semana de estreno. ¿Continuará la producción con igual ritmo en las próximas dos semanas? Permítanme ponerlo en duda.
Finding Dory no es una mala película, decepciona eso sí y por ratos hasta aburre, pero tiene esporádicos momentos divertidos, además de la fuerza y belleza de sus imágenes, lo cual transforma el film en general en una agradable y medianamente placentera experiencia.
El mayor problema de la película es el carácter inocuo e irrelevante de su historia, lo cual no sólo se traduce en un relato que por momentos luce forzado y gratuito; sino sobre todo, carente de inspiración.
Como resultado la historia de Finding Dory carece de impacto e interés; se revela más bien como un ‘remix’ de la vieja historia de Nemo o una simple repetición de aquella con un ligero cambio de escenario y del personaje central.
Es por esa razón que, tal vez en un desesperado intento por ocultar la falta de sustancia y consistencia, el codirector y guionista Andrew Stanton, quien también dirigió Finding Nemo, recurre a la desproporción y el absurdo más ridículo e insostenible.
Nadie está pidiendo aquí verosimilitud y sentido lógico en una película sobre peces que hablan, pero aún las historias más estrambóticas e inauditas deben tener un mínimo de sentido común, y seguir el rastro a un proceso armónico en el que hay unidad, orden y cierta cohesión.
Lamentablemente, aquella secuencia del pulpo manejando en una carretera, en sentido contrario, sin poder ver y a toda velocidad, por más tentáculos que tenga, rompe todos los parámetros.
Lo que funcionó en Finding Nemo –la sencillez, la delicadeza y el preciso ‘timing’ para insertar humor o acción es precisamente lo que se echa en falta en Finding Dory.
De un padre que tenía que vencer sus propios temores y lanzarse mar adentro (Marlin) a tratar de encontrar a su hijo desaparecido (Nemo), hemos ido a caer en una Dory que no para de hablar y de repetirnos que sufre de pérdida de memoria. Y por cierto, Dory no necesita tampoco ser encontrada.
Por lo tanto, el título del film es una especie de contrasentido, puesto que la trama y el guion en general de lo que tratan es de cómo Dory se reencontró con sus padres –con la ayuda, entre otros, de dos viejos y conocidos amigos, Nemo y su padre Marlin.
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Otro aspecto que desentona en Finding Dory es el tono de una buena parte del film en la cual abundan los monólogos de la protagonista, mientras se presenta a sí misma y expone la discapacidad de la que sufre. El contexto pretende ser cómico, pero el trasfondo es más bien gris, oscuro y poco alentador.
Finding Dory tiene sus momentos divertidos como expresamos anteriormente, algunos cortesía de un par de leones marinos, otros los aporta un pulpo cuya persistencia y arrojo se torna exasperante, y finalmente la propia Dory también tiene su momento estelar.
Sin embargo, si no fuera por la presencia de Nemo en este film, relacionar Finding Dory con su predecesora seria casi una ofensa. La película bordea la monotonía, abusa del recurso del flashback y es probablemente la más convencional y rutinaria de las producciones de los estudios Pixar.
Después de 13 años de espera, es frustrante tener que decir que el corto de Alan Barillaro –Piper– que precede el film es mucho más satisfactorio que la propia película.
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