El sistema penal en nuestro país parece tener un único objetivo: perseguir a los descalzos. Este es un fenómeno que no solo se refleja en las estadísticas, sino que también se manifiesta en la percepción social y en la ejecución de la justicia. A menudo se argumenta que el sistema es clasista y que, en su esencia, solo busca castigar a aquellos que menos tienen. Esta teoría, ampliamente discutida por los grandes teóricos marxistas del derecho, encuentra apoyo en la realidad que vivimos día a día.
Cuando un acusado proviene del pueblo, con un aspecto que delata el hambre ancestral, todos los dedos acusadores de la sociedad apuntan hacia él. En esos momentos, se ignoran principios fundamentales como el debido proceso y las garantías constitucionales. La humanidad del individuo se desvanece frente a un aparato represivo del Estado que parece más interesado en satisfacer la sed de venganza de los perfumados que en garantizar la justicia.
Desde las gradas, se clama por sangre y un castigo ejemplar. Algunos, en su falsa moral, se desgarran las ropas exigiendo el más severo castigo, sin detenerse a considerar que cada persona tiene derecho a la presunción de inocencia, un principio consagrado tanto en nuestra constitución como en los tratados internacionales.
Las voces que se alzan contra corruptos y desfalcadores de los dineros del pueblo suelen estar llenas de rencor y clasismo. Cuando el sistema penal se dirige hacia aquellos que huelen a calle y sudor, parte de la opinión pública se convierte en un torrente de tinta: comentarios, editoriales y artículos de opinión proliferan, todos clamando por la ejemplaridad del castigo. Sin embargo, cuando uno de ellos cae, la narrativa cambia drásticamente. De repente, el clamor por la justicia se torna en una defensa de sus derechos, una súplica por un trato justo.
Es esencial que entendamos que la violación de los derechos humanos no puede ser justificada bajo ninguna circunstancia, sin importar el origen o la clase social de la persona implicada. Ignorar este principio solo alimenta el resentimiento social y perpetúa un ciclo de injusticias. El Ministerio Público, en su afán de cumplir con su deber, a menudo pasa por alto la presunción de inocencia, dañando a muchas personas que merecen ser tratadas con dignidad.
Deberíamos levantar nuestras voces en pro de un sistema que respete la dignidad de todos, en lugar de reaccionar únicamente cuando una figura influyente se ve atrapada en las redes de la justicia penal. La sociedad debe exigir un sistema garantista que proteja a todos por igual, no solo a un selecto grupo. La exclusión y el clasismo se manifiestan en un sistema que solo escucha el clamor por el debido proceso cuando se trata de aquellos que tienen poder e influencia.
La realidad es que una sociedad no puede avanzar cuando su sistema penal está diseñado para atrapar solo a ciertos grupos. Es hora de exigir un cambio que garantice justicia y dignidad para todos, sin distinción. La lucha por un sistema penal equitativo y humano es, sin duda, una batalla que debemos emprender.
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