Había un tiempo en que el barrio era mucho más que un conjunto de casas alineadas. Era una red viva, una familia sin lazos de sangre, pero con un sentido de pertenencia que hoy parece un mito. Crecí en un barrio donde nadie era un extraño, donde los vecinos eran parte de la vida diaria, donde una madre podía dejar la puerta abierta sin miedo porque sabía que siempre había ojos atentos cuidando.
El barrio era ese espacio donde la infancia se compartía. Si un niño tenía una pelota, todos jugábamos. Si una casa cocinaba un dulce, el aroma nos llamaba a todos como campanazo invisible. En la mañana, el café se colaba con las puertas abiertas, y en las tardes, las mecedoras en las aceras eran testigos de conversaciones que iban desde los cuentos de la abuela hasta las grandes teorías de la vida.
Había códigos no escritos. La señora de al lado podía corregirte como si fueras su hijo. Si hacías una travesura, alguien del barrio te llamaba la atención, y uno sabía que lo peor no era el regaño en la calle, sino la noticia llegando a casa antes que uno. Éramos criados en comunidad, bajo el ojo atento de un barrio que funcionaba como una extensión del hogar.
Las casas no eran fortalezas cerradas. No había muros altos ni cercas eléctricas. El respeto y la confianza eran la mejor protección. Cuando alguien tenía un problema, el barrio entero lo sentía. Cuando alguien tenía una alegría, el barrio entero lo celebraba. No era raro que una boda, un bautizo o un velorio se convirtieran en eventos de todo el vecindario, porque en el barrio se sufría y se reía en conjunto.
Los vecinos compartían más que el espacio. Se compartía la vida. En las noches de apagones, la calle se llenaba de sillas y de historias. Era el momento de hablar de la familia, de contar anécdotas, de discutir sobre peloteros o sobre lo que estaba pasando en la política. Los niños aprovechábamos la oscuridad para jugar a las escondidas, mientras los adultos debatían sobre lo divino y lo humano a la luz de un farol improvisado.
Los almuerzos del domingo nunca eran solo para la familia de la casa. Siempre había un vecino que se sumaba, un plato extra que aparecía, un «¡ven a comer!» dicho con la naturalidad de quien entiende que la mesa es un lugar de encuentro. Y si alguien pasaba por un mal momento, nunca faltaba quien apareciera con una olla de arroz, una taza de café o un simple gesto de solidaridad.
Hoy miro mi ciudad y me cuesta reconocer ese sentido de comunidad. Los barrios se han convertido en espacios anónimos, donde la gente vive junta pero no se conoce. Donde el miedo ha reemplazado la confianza, y donde cada quien cierra su puerta con la certeza de que lo de afuera ya no le pertenece.
¿En qué momento dejamos de ser familia? ¿Cuándo las casas dejaron de ser refugios abiertos y se convirtieron en fortalezas impenetrables? Quizás cuando el individualismo nos vendió la idea de que podíamos vivir aislados, que no necesitábamos del otro, que podíamos prescindir de la comunidad. Pero la verdad es que una ciudad sin comunidad es solo un puñado de calles sin alma.
A veces cierro los ojos y escucho aquellas voces. Las risas de los niños corriendo descalzos, los silbidos del vecino llamando a su hijo, el grito de «¡agua!» cuando pasaba un carro, el eco lejano de un radio encendido con la novela de la tarde. Y me pregunto si alguna vez podremos recuperar ese barrio donde no hacía falta cerradura para sentirse seguro, donde las penas eran menos porque siempre había una mecedora esperando para escuchar.
No escribo esto para quedarme atrapado en la nostalgia. Lo escribo para recordarnos que una ciudad es tan fuerte como sus lazos humanos. Y que, quizás, si volvemos a mirarnos a los ojos y a reconocernos como vecinos, todavía estemos a tiempo de hacer del barrio algo más que un lugar de paso. Algo parecido a lo que fue: una familia extendida.
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