Hay cosas que no deberían pasar de moda. No porque se hagan virales de nuevo ni porque las rescaten en algún festival cultural con luces modernas, sino porque tienen algo que ninguna tendencia fugaz puede ofrecer: raíz. En un mundo donde todo se mueve con velocidad extrema, y se olvida igual de rápido, detenerse a mirar lo que vino antes parece anticuado, pasado de moda. Pero justo en esa pausa vive el descubrimiento más importante de todos: el de quiénes somos realmente.
El valor cultural no es ceniza. Es fuego poderoso. Es energía que atraviesa generaciones, que evoluciona, que nos recuerda que hay algo más profundo que lo nuevo. Está en la música tradicional que hizo vibrar intensamente a nuestros abuelos y abuelas, en los relatos y cuentos que nos repitieron mil veces antes de dormir, en los sabios refranes populares, en los bordados, en los colores vivos, en los pasos de baile, en las canciones que siguen diciendo tanto. Está también en las palabras que casi no se oyen, pero que aún siguen vivas si alguien se atreve a escucharlas con atención.
Desde lo joven, a veces creemos que solo importa lo actual. Pero hay poder real en conocer el pasado complejo y lleno de matices, en entender de dónde venimos, por qué hablamos como hablamos, por qué sentimos lo que sentimos. Atesorar lo cultural auténtico no es quedarse atrás, ni resistirse a lo nuevo. Es mirar con profundo respeto lo que nos formó con sentido. Es sostener lo valioso y transformarlo creativamente en impulso. No se trata de encerrarlo en vitrinas antiguas, sino de activarlo en la vida cotidiana. De bailarlo con energía, escribirlo, reinterpretarlo, defenderlo, compartirlo conscientemente.
Quien aprecia lo cultural auténtico no es solo mero consumidor, sino guardián. No es solo espectador, sino puente. Elegir qué conservar, qué transformar y qué heredar es un acto profundo de conciencia. Esa conciencia puede hacer que lo que hoy nos toca también tenga sentido mañana. Que lo que ahora nos forma, también inspire a quienes vienen detrás, con toda su riqueza simbólica, de forma profundamente significativa, que aún perdura a pesar del tiempo, como testimonio vivo de nuestra esencia.
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