El mundo del cine y la moda despidió a una de sus figuras más singulares. Diane Keaton, fallecida el pasado 11 de octubre a los 79 años en California, deja tras de sí no solo una filmografía marcada por el talento y la autenticidad, sino también una herencia estilística que redefinió lo que significaba vestirse con identidad. Actriz, directora y, sin proponérselo, ícono de estilo, Keaton fue una de esas mujeres que nunca siguió la moda: la interpretó, la retó y, finalmente, la transformó.
La noticia de su muerte provocó una ola de homenajes que no se limitan al cine. Porque más allá de sus personajes memorables, desde Kay Adams en The Godfather hasta la inolvidable Annie Hall, su nombre quedó ligado a una forma de vestir que se volvió lenguaje. Su estilo, construido entre chalecos, camisas masculinas, sacos estructurados, pantalones anchos, cinturones gruesos y sus inseparables sombreros fedora, no respondía a tendencias, sino a una forma de ser: libre, excéntrica, inteligente, con humor y sin miedo al qué dirán.
El mito comenzó en 1977, cuando Annie Hall no solo le dio un Óscar, sino también un espacio en la historia de la moda. El personaje que interpretó, esa mujer bohemia y aparentemente desaliñada, pero cargada de carisma, llevó a la gran pantalla un tipo de elegancia desconocida. Lo que muchos no sabían es que gran parte del vestuario provenía de su propio armario. Diane llegó al set con prendas que amaba: corbatas flojas, pantalones de pinzas, chalecos masculinos, camisas sueltas y sombreros que parecían contar historias. Aquella elección, tan personal y espontánea, rompió con los códigos del vestir femenino de los setenta. En una época dominada por la sensualidad marcada, Keaton introdujo la androginia como gesto de independencia. Su Annie Hall enseñó que una mujer podía ser magnética sin mostrar más de lo necesario, que podía ser elegante sin ajustarse a moldes.

A partir de ahí, su estilo se volvió una extensión natural de su personalidad. Nunca buscó parecerse a nadie ni complacer a los fotógrafos. Al contrario, parecía disfrutar del desconcierto que causaba. Mientras otras actrices acudían a las alfombras rojas con vestidos vaporosos y tacones imposibles, Keaton aparecía con trajes de chaqueta, faldas largas con botas, o abrigos ceñidos con cinturones anchos que desafiaban las proporciones. Todo en ella parecía un juego de contrastes: lo masculino y lo femenino, lo clásico y lo excéntrico, la sobriedad y el desenfado.
A sus accesorios les otorgó tanto poder como a sus películas. Los sombreros se convirtieron en su firma personal, y las gafas de montura grande, en su escudo. En una entrevista, reconocía que tenía decenas de sombreros y que se sentía “desnuda” sin ellos. Los utilizaba no como un toque decorativo, sino como una declaración de carácter. En la misma línea, las gafas —a veces redondas, otras rectangulares, siempre distintivas— servían como un recordatorio de que el estilo no depende de la belleza, sino de la actitud.

Diane Keaton construyó un guardarropa de neutralidad sofisticada: blanco, negro, beige, gris, marrón, con apenas destellos de color o textura. Esa paleta, lejos de la extravagancia, se convirtió en sinónimo de elegancia intelectual. Cada conjunto parecía decir “esto soy yo”, sin buscar aprobación. Su forma de vestir, basada en capas y cortes amplios, también revelaba una filosofía de vida: la comodidad como forma de respeto hacia sí misma. “El abrigo es mi vestido de gala”, dijo alguna vez, y en esa frase cabía todo su manifiesto de estilo: no impresionar, sino sentirse bien, protegida, auténtica.
Su relación con la moda era personal, emocional, casi doméstica. A menudo hablaba de su madre, que le inculcó el amor por las tiendas de segunda mano y por la búsqueda de piezas con historia. Keaton nunca renegó de esa costumbre. Hasta sus últimos años seguía comprando en tiendas vintage, convencida de que la ropa usada tenía más alma que la que sale directamente de un escaparate. Esa conexión con lo real, con lo imperfecto, era precisamente lo que la hacía única.
En el panorama de Hollywood, donde todo parece pensado para agradar a una cámara, ella fue la excepción que demostró que la elegancia puede ser incómoda, que la belleza puede ser excéntrica y que la feminidad puede hablar en clave de pantalones y corbatas. Su influencia llegó hasta las pasarelas: Ralph Lauren, por ejemplo, reconoció que el “look Annie Hall” que muchos atribuyen a su firma fue, en realidad, una creación instintiva de Keaton. También diseñadores como Michael Kors y Stella McCartney la mencionaron como inspiración para entender la mezcla de estructura y desenfado que caracteriza al vestir contemporáneo.

Diane Keaton logró que vestirse con chaleco y sombrero fuera una forma de rebeldía elegante. Enseñó que el estilo verdadero no se mide en glamour, sino en coherencia. No buscaba ser tendencia: se convirtió en una. Y lo hizo a través de la naturalidad más difícil de todas, la que no pretende. En sus apariciones más recientes —ya con el cabello blanco, los trajes más amplios y su inseparable sonrisa— seguía irradiando esa mezcla de ironía y clase que la convirtió en símbolo atemporal.
Hoy, al recordarla, no solo evocamos sus películas, sino también esa imagen tan suya: el sombrero ladeado, la sonrisa franca, los guantes de cuero, la falda larga y las botas que pisaban con paso firme. Su figura representaba la libertad de vestir sin pedir permiso, la idea de que el estilo nace del carácter y no del espejo. En una industria obsesionada con la juventud, ella demostró que la elegancia envejece bien, siempre que nazca del alma.

Diane Keaton fue, en definitiva, una arquitecta de su propio estilo, una mujer que hizo de su ropa una biografía visual. Su legado trasciende el cine y la moda: es una lección sobre autenticidad. Porque mientras existan mujeres que se vistan para sentirse ellas mismas, sin miedo a salirse de lo esperado, Diane seguirá viva en cada chaleco, en cada corbata, en cada abrigo largo que camine por las calles con la misma confianza con la que ella recorrió la vida.
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