Existe un inmenso grado de importancia en entender que es una misión imposible asumir que debemos recibir de los demás lo mismo que damos. Ciertamente, parece ley que en cualquier tipo de relación las cosas deben ser recíprocas; es lo justo, lo ideal, lo que aprendimos desde pequeños. Sin embargo, esperar de manera constante, o peor aún, exigir, que quien está a nuestro lado nos devuelva el mismo nivel de afecto, atención o entrega que ofrecemos, puede hacernos más daño que bien.
El amor, la amistad, la familia o incluso los vínculos profesionales, funcionan como un tejido emocional donde cada hilo tiene un grosor distinto. No todos amamos igual, no todos necesitamos lo mismo, ni todos sabemos demostrarlo de la misma forma. Y ese desequilibrio, cuando lo entendemos desde la madurez y no desde la herida, nos permite soltar una carga innecesaria: la de pretender que los otros nos lean, nos correspondan y nos devuelvan en la misma moneda.
Como seres humanos, tenemos una necesidad social y afectiva en distintos grados. Algunos se llenan con palabras, otros con gestos, algunos necesitan cercanía constante, y otros, silencio respetuoso. Comprender cómo, cuándo y con quién esa necesidad puede ser satisfecha (de manera saludable) es una de las decisiones más importantes que podemos tomar por nosotros mismos. No porque merezcamos menos, sino porque merecemos paz.
Cada persona es responsable de la manera, la intensidad y la frecuencia con la que entrega afecto. Forzar, condicionar o medir el cariño con una regla ajena solo nos lleva al agotamiento emocional. A veces, la persona que más queremos no está capacitada para darnos lo que necesitamos. A veces lo está, pero simplemente no quiere, y eso también hay que saber reconocerlo.
Cuando aprendemos a dejar de exigir reciprocidad exacta, algo en nosotros se aligera. No porque nos resignemos, sino porque entendemos que hay una diferencia entre lo que damos por amor y lo que damos esperando algo a cambio. Hay vínculos que son verdaderos tesoros, aunque no sean simétricos; hay otros que, aunque devuelvan en apariencia lo mismo, lo hacen por compromiso, no por convicción.
Nos corresponde a nosotros aprender a identificar qué tipo de afecto nos nutre, qué tipo de relaciones nos elevan, y qué tipo de ausencias duelen más de lo que sanan. No para conformarnos, sino para elegir desde la conciencia y no desde la carencia. Para no seguir sembrando en tierra ajena esperando cosechas que nunca llegarán.
El punto no es dejar de dar. El punto es aprender a dar con libertad, no con factura. Y a recibir sin convertir la espera en resentimiento. Lo sano está en construir vínculos donde lo que fluye, fluya con gusto, con verdad, con libertad. No con presión ni con miedo al desequilibrio.
Porque al final, el amor verdadero, en cualquiera de sus formas, no se mide por la simetría, sino por la autenticidad con la que nace. Y el cariño que no se exige, tiene más valor que el que llega empujado por el deber.
Comentarios