El Estado, en su rol de árbitro y regulador dentro de la economía, debe tener siempre activada una mano solidaria para los segmentos de la sociedad que por distintas razones históricas se ubican en los quintiles más bajos y con altos niveles de insatisfacción de su demanda de bienes y servicios.
En ese contexto es que existen los programas sociales, dirigidos a jóvenes, niños, envejecientes, discapacitados y las visitas sorpresa (un modelo de creatividad política que a Danilo Medina lo ha posicionado como uno de los presidentes más populares de las últimas décadas en República Dominicana y América Latina).
El problema de estas intervenciones sociales de los gobiernos que hemos tenido es la dispersión y la incapacidad de cohesionar todos los aportes bajo una sombrilla que los haga eficientes, evitando el dispendio de recursos, garantizando resultados medibles y la continuidad de los planes en el tiempo.
El clientelismo y el deseo de brillar en forma individual de entes que integran la administración pública suelen colocar sellos de perversión a algunos de los programas sociales, que terminan siendo meros ejercicios asistencialistas, perpetuando la independencia de la gente de caridad pública.
Lo ideal sería que estas ayudas sociales gubernamentales operen por un tiempo determinado y cuenten con un diseño de resultados por objetivos, que generen movilidad social y sean retiradas de los grupos poblacionales que van logrando salir de la pobreza.
Perpetuar ese tipo de asistencia con el objetivo de cautivar votos –mediante la captura del cerebro y hasta del alma de los desvalidos- tiene un componente criminal, porque aniquila la libertad de hombres y mujeres, conviertiéndolos en objetos electoreros, incluyendo a las generaciones que le siguen.
Un gobierno por y para la gente cauteriza las heridas de la pobreza, dota de libertad a los ciudadanos para la autorrealización e interviene con normas estrictas para que el salvajismo del mercado no aplaste a aquellos que logran salir de la miseria.
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